lunes, noviembre 12

Alejandro Aura y las varias formas de vivir la vida

A mí el mar no me dice nada. Esa fue la frase que dejó escrita en la hoja de papel que colocó sobre la mesa de la casa de su amigo antes de cruzar el patio y marcharse. Cuando Juan Manuel la encontró, corrió a vestirse y salió en busca de Alejandro. Pero ya era demasiado tarde. Alejandro tenía horas de haberse ido, no se sabe cuántas, y además ya no importaba. Al darse cuenta de que cualquier búsqueda sería inútil, Juan Manuel regresó a la casa, empacó sus cosas y se fue al aeropuerto de Acapulco donde tomó el primer vuelo rumbo a la ciudad de México. Su plan había fracasado.
Ya no recuerda cuánto tiempo pasó antes de que Alejandro sanara. Sabe que se estuvo un buen rato tomando un tequila tras otro, un ron, el mezcal de Zacatecas que tanto le gusta, cualquier cosa. Un buen tiempo sin apenas dormir, aullando de dolor, quebrada el alma y quebrado el corazón, la mirada, la capacidad de regresar al mundo de las palabras exactas. Padeciendo cosas del amor, dolores de los que saben amar. De los que caminan sin detenerse del brazo de la vida, aun cuando la vida cobre la figura de los monstruos. O lleve cristales en las venas. La vida. Sus varias formas de vivirla.


Alejandro Aura se recobró en aquella ocasión por puro amor. Y fue así y por ello, que volvió a ser lo que siempre ha sido. Y volvió a crear. Escribir, inventar. Su amigo y compadre José Manuel se tardó más tiempo en reponerse del susto que se dio pensando a Alejandro caminando por la carretera vieja de Acapulco a México, lo fueran a atropellar, o perdido en cualquier pueblo, cantina, esquina, barrio, callejón sin salida o con ella. Le costó también mucho asumir el fracaso del plan que había cuidadosamente diseñado para curar a Alejandro del mal de amores. Le pidió una casa con vista al mar a uno de sus amigos ricos para llevar ahí a Alejandro. Mandó preparar una suculenta cena, conociendo su perfil sibarita. Pensó llevarlo al día siguiente a dar una vuelta en yate, a ver a mujeres guapísimas en la discoteca de moda. En todo pensó su compadre. Menos en que a Alejandro el mar, no le dice nada. O al menos en ese momento. Nada.

Pero claro que sí le dice. A Alejandro Aura todo le dice algo. El mar, la montaña, la calle, el campo, el desierto, la lluvia, una buena comida, el sol. El amor, un aroma, una mirada, sus hijos, un nopal en Madrid. Todo. Por eso también le ha dolido tanto el desamor, las mentiras, los giros. Y sobre todo por eso, ha gozado tanto de la vida. Y por eso también ha dado tanto a quien ama. A esta ciudad de México que por supuesto, tanto, tanto quiere.

No soy la más adecuada para hablar sobre los cambios que se fueron sintiendo poco a poco en la ciudad, cuando Alejandro fue Director General y fundador del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, entre 1998 y 2001. Y digo que no los soy pues en esos años yo no vivía en el país. Aunque cada vez que venía, una o dos veces al año, percibía, disfrutaba, vivía y sentía sobre la piel la mirada limpia, fresca, nueva de las calles de mi ciudad, sorprendidas ellas mismas de tanto, tantísimo arte a flor de cielo.

A flor de cielo. A flor de entraña, a flor de amor. A flor y a golpe de creer en la vida Alejandro Aura es autor de más de 30 libros. Para mí, el gran poeta. Pero también es cuentista. Y dramaturgo, director de escena, guionista. Un constructor de espacios. Un hombre que eligió vivir la vida simple y sencillamente viviéndola. Y a quien acudo cada vez que me duele la ciudad. Busco el remedio.

Nadie sabe cuánto nos puede costar vivir. La vida nos acaba cobrando caro el vivirla. El otro día lo hablé con él. Se ensaña con nosotros la vida, le dije. Se ensaña, se ensaña, me contestó. Y soltamos una carcajada. Y es que la verdad es que sí, sí que nos cobra la vida. Pero quienes saben vivirla, sentirla, padecerla, también siguen escuchando el canto en las aceras, en los árboles, en el viento, escuchan la melodía de la vida. Aunque la canten las voces de los monstruos. La vida.

La ciudad de México guarda las huellas de quienes escuchan caer a la tarde de asfalto. Y en medio del bullicio, el tráfico, el horror, imaginan una playa de bronce. He tenido la fortuna de aprenderle a Alejandro que la noche también puede ser un océano en el que un pez alumbra, como fuego, a las almas que creen en la noche. Y he visto la orilla del mar en plena calle. En la enorme calle que es esta ciudad que a tantos desespera, muerde, hiere. Pero que también oxigena a aquéllos que por querer vivirla, los arroja a la costa de un mar que dice todo. O a plena selva en el umbral de una casa. Tras la puerta. La puerta que quizá conduzca a la vida. A la mejor forma de vivirla.

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