Chavela Vargas y otras formas de salvar a la vida
Ha cantado en el Carnegie Hall de Nueva York, en el Olympia de Paris, en el Albeniz de Madrid, en los más reconocidos teatros de Valencia, Bilbao, en el Palau de Barcelona. Ha ido a un sinnúmero de festivales internacionales. Se ha presentado en el Zócalo, en la Alhóndiga de Granaditas durante el Cervantino, en el Palacio de Bellas Artes, en el Teatro de la Ciudad, en el Teatro Degollado de Guadalajara, en el Diana. En Argentina cantó sin cobrar, el boleto de entrada al concierto fue un libro. En Sevilla estuvo en la Maestranza y en la Bienal 2004, junto con la bailaora Sara Baras. Una noche le cantó a los granadinos y a Federico García Lorca en la huerta de la casa que fuera del poeta. Chavela Vargas ha estado en los escenarios más reconocidos del mundo. Pero nunca en el Auditorio de la Ciudad de México. Lo hará por primera vez el 4 de diciembre. Sin nada más que dos guitarras, sus músicos que tan bien la conocen. Que saben por donde vendrá la próxima nota. Que conocen el momento preciso en que la silenciará. El instante exacto en que sin previo aviso ni lógica alguna, bajará el tono. Sus músicos que adivinan lo que Chavela Vargas inventa en el escenario, con el único fin de atraer a su público. Y arrancarle la corteza del alma.
A Chavela Vargas no le da miedo nada. Menos presentarse en el Auditorio de la Ciudad de México. En varios escenarios ha juntado a más de diez mil personas. Lo hizo en el Zócalo, en la Alhóndiga de Guanajuato. Y en muchos otros teatros lo habría hecho, de haber el espacio. En Granada, por ejemplo, solo cabían unas mil personas. Pero la gente sitió la Huerta de García Lorca y una multitud guardó silencio para escuchar su canto. Así que yo no creo que le tema al Auditorio. Aunque será, eso si, un reto. A sus 88 años, uno más.
Cuando entrevistan a Chavela Vargas siempre le preguntan qué es lo que sucede cuando canta. Qué diablos hace para que el público llore. Las mujeres, los hombres, los niños lloran cuando escuchan el canto de Chavela Vargas. Ella dice que les recuerda la soledad del mundo. Su soledad. Pero el llanto es dulce. Un llanto de dolor suave, como el tener nostalgia de algo que nunca hemos visto. Nostalgia de una ausencia ignorada.
Chavela Vargas me recuerda a mi ciudad. La misma dureza, igual fuerza, tristeza, intacto el dolor, idéntica la ternura, el deseo de vivir, la rabia. La rabia de saber que la muerte ha salido de su madriguera; de ver al mundo herido. A las calles, las palabras, los veranos, las miradas heridas. Y la necesidad de crear, también herida.
Cuando canta Chavela Vargas la gente vuelve a sentir que es capaz de sentir. Que tiene tiempo de hacerlo, que puede, que debe recordar su soledad. Y desde ahí creer, crear, llorar, maldecir, amar. Vivir.
El concierto se llamará “Gracias México”. A México Chavela le agradece la intensidad de su vida. Sus calles, sus amigos, sus sueños, sus dolores. Le agradece haber conocido a los intelectuales mexicanos de la post revolución, a las mujeres más bellas, a Trosky. El haber hecho amistad con Diego Rivera y Frida Kahlo, sus parrandas con José Alfredo Jiménez, los miles de litros de tequila que se bebió, las crudas curadas con otro tequila. El haberle dado vida a la Macorina que murió en Cuba. El haber leído Pedro Páramo. A México Chavela Vargas le debe la vida.
La vida que a veces se empeña en voltearnos la cara. En esconder su verdadero rostro, en apuñalarnos la confianza que teníamos en ella. En voltear al revés las verdades. En arrojarnos encima canastadas de tristeza, sin ninguna piedad. ¿Qué mal le hemos hecho a la vida que últimamente se ha ensañado tanto?, le pregunté el otro día a un amigo que perdió a su hija. Sana, joven, radiante, se murió de pronto. Se salió de su cuerpo la vida, sin ningún pretexto, ni aviso, ni nada. Se quedó sin vida su cuerpo y con tristeza y dolor, mucho dolor, la gente que la quiere. O los que queremos también a los que la quieren. A sus padres, a sus hermanos. A la vida. ¿Qué le hemos hecho a la vida?, le pregunté a Alejandro. Amarla, solo amarla, me respondió. Y luego escribió en su blog que Ceci, su hija, había muerto de lo que todos los seres humanos morimos: de vivir. Murió de vivir.
Ha vivido 88 años bien vividos. El otro día la vi rodeada de periodistas, jóvenes, la mayoría. Dio varias entrevistas, una por una. A todos los sorprendió. Les sorprendió encontrarse con una Chavela Vargas ocurrente, divertida, agresiva, dulce, directa, sana. Ausente, el cansancio de vivir. Gozando todavía el espectáculo del mundo. Y tristeando, riendo, maldiciendo, viviendo.
Cuando un periodista le preguntó qué mensaje le daría a los jóvenes, los invitó a vivir intensamente lo que sienten, a ser lo que creen que son. No lo que alguien dijo que deben ser, no lo que otros quieren que sean. Vivir cada quien su propia vida. Al escucharla pensé en Alejandro y en su dolor. Y pensé también en la fuerza que distingue a aquellos que viven sin dejarse intimidar por la palabra de quienes traen a la muerte en la boca, como una amenaza con la que intentan encadenar a la vida. Ahorcarla en vida. Pero aún hay quienes consiguen desatarle a tiempo a la vida, el nudo en la garganta. Y aunque mueran, la dejan respirar.
Cuando entrevistan a Chavela Vargas siempre le preguntan qué es lo que sucede cuando canta. Qué diablos hace para que el público llore. Las mujeres, los hombres, los niños lloran cuando escuchan el canto de Chavela Vargas. Ella dice que les recuerda la soledad del mundo. Su soledad. Pero el llanto es dulce. Un llanto de dolor suave, como el tener nostalgia de algo que nunca hemos visto. Nostalgia de una ausencia ignorada.
Chavela Vargas me recuerda a mi ciudad. La misma dureza, igual fuerza, tristeza, intacto el dolor, idéntica la ternura, el deseo de vivir, la rabia. La rabia de saber que la muerte ha salido de su madriguera; de ver al mundo herido. A las calles, las palabras, los veranos, las miradas heridas. Y la necesidad de crear, también herida.
Cuando canta Chavela Vargas la gente vuelve a sentir que es capaz de sentir. Que tiene tiempo de hacerlo, que puede, que debe recordar su soledad. Y desde ahí creer, crear, llorar, maldecir, amar. Vivir.
El concierto se llamará “Gracias México”. A México Chavela le agradece la intensidad de su vida. Sus calles, sus amigos, sus sueños, sus dolores. Le agradece haber conocido a los intelectuales mexicanos de la post revolución, a las mujeres más bellas, a Trosky. El haber hecho amistad con Diego Rivera y Frida Kahlo, sus parrandas con José Alfredo Jiménez, los miles de litros de tequila que se bebió, las crudas curadas con otro tequila. El haberle dado vida a la Macorina que murió en Cuba. El haber leído Pedro Páramo. A México Chavela Vargas le debe la vida.
La vida que a veces se empeña en voltearnos la cara. En esconder su verdadero rostro, en apuñalarnos la confianza que teníamos en ella. En voltear al revés las verdades. En arrojarnos encima canastadas de tristeza, sin ninguna piedad. ¿Qué mal le hemos hecho a la vida que últimamente se ha ensañado tanto?, le pregunté el otro día a un amigo que perdió a su hija. Sana, joven, radiante, se murió de pronto. Se salió de su cuerpo la vida, sin ningún pretexto, ni aviso, ni nada. Se quedó sin vida su cuerpo y con tristeza y dolor, mucho dolor, la gente que la quiere. O los que queremos también a los que la quieren. A sus padres, a sus hermanos. A la vida. ¿Qué le hemos hecho a la vida?, le pregunté a Alejandro. Amarla, solo amarla, me respondió. Y luego escribió en su blog que Ceci, su hija, había muerto de lo que todos los seres humanos morimos: de vivir. Murió de vivir.
Ha vivido 88 años bien vividos. El otro día la vi rodeada de periodistas, jóvenes, la mayoría. Dio varias entrevistas, una por una. A todos los sorprendió. Les sorprendió encontrarse con una Chavela Vargas ocurrente, divertida, agresiva, dulce, directa, sana. Ausente, el cansancio de vivir. Gozando todavía el espectáculo del mundo. Y tristeando, riendo, maldiciendo, viviendo.
Cuando un periodista le preguntó qué mensaje le daría a los jóvenes, los invitó a vivir intensamente lo que sienten, a ser lo que creen que son. No lo que alguien dijo que deben ser, no lo que otros quieren que sean. Vivir cada quien su propia vida. Al escucharla pensé en Alejandro y en su dolor. Y pensé también en la fuerza que distingue a aquellos que viven sin dejarse intimidar por la palabra de quienes traen a la muerte en la boca, como una amenaza con la que intentan encadenar a la vida. Ahorcarla en vida. Pero aún hay quienes consiguen desatarle a tiempo a la vida, el nudo en la garganta. Y aunque mueran, la dejan respirar.
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