domingo, diciembre 9

Los patines nuevecitos, nuevecitos

Una madrugada de hace no mucho tiempo, alguien me preguntó cuál había sido mi primer dolor. En qué parte de mí lo había sentido, en qué país, en qué esquina de mi piel, en qué vena. Alguien me preguntó en qué rincón de mi memoria se aloja mi primer dolor. La pregunta me conmovió, me desgajó, me quitó trozos, los pocos trozos de corteza que aún me cubren. Tardé unos minutos en recobrar el habla y me dispuse a responder. El problema fue que al intentar pronunciar la primera sílaba desperté. Alguien, ese alguien que me preguntó cuál había sido mi primer dolor fue un intruso. Un intruso que sin advertencia alguna, se coló en mi sueño.

No le di demasiada importancia. Un sueño más interrumpido por la incolora realidad de despertar. Nada más. Para mi fortuna o desgracia, imaginar siempre ha sido mi gran, mi grandísima manía. Imaginar que no existimos y que por ello somos. Un recurso, una herramienta, un viento limpio que oxigena la vida. La vida atrapada en una grieta desde la cual asoman los ojos cerrados de la vida. Y aún somos capaces de mirarlos.


Una tarde de hace no mucho tiempo, alguien me preguntó cuál había sido mi primer amor. En qué parte de mí lo había sentido, en qué país, en qué esquina de mi piel y mi memoria se aloja mi primer amor. El despertar, el batir de las alas, el baile, el inaudito e indómito baile íntimo, invasor, arropador. La vida y la muerte dispuestas a nacer en el amor. En el primer amor que aletea en el cuerpo.

Un viernes, el pasado viernes fue, dicen, el peor viernes. El de más intenso tráfico en la ciudad de México. Un viernes de quincena. Un viernes a punto de diciembre. Un viernes de marchas, compras, manifestaciones, quejas, gritos, invitados. Un futbolista brasileño entrado en años que entró a la memoria de todos o casi todos los mexicanos. Pelé, el rey Pelé agradece que lo reciban con honores, que lo mimen. Agradece que no lo olviden. Ni siquiera aquéllos que nunca lo conocieron. El zócalo está lleno de niños. No llueve. Y Pelé parece llorar por dentro las lágrimas que le permiten conservarse joven. Sin que la soledad de anciano le quite aún el temblor en el cuerpo.

Llora por dentro y por fuera Rufino. Dice que se llama Rufino, pero no está seguro. Recuerda el nombre por su abuelo y se lo apropia. A su padre no lo conoce. No cree que se llame Rufino. No cree que tenga nombre su padre, como no lo tienen las cosas que desconocemos. Cuenta con otras palabras las palabras que escribo y llora. Por dentro y por fuera. Fue a ver a Pelé al zócalo. Se enteró por unos amigos que como él ganan diez, veinte, cien pesos al día rogando a los rostros detrás del parabrisas un segundo nada más para limpiar el vidrio. Un segundo, suplican.

A Rufino sus amigos le dicen Rufián y a él no le duele. Más bien prefiere que le pongan un nombre inventado a su nombre usurpado. Rufián de las películas, me dice. Y se va abriendo paso entre la multitud para ver salir a Pelé del edificio del Ayuntamiento donde el jefe de Gobierno le entregó una medalla y las llaves de la ciudad. Por haber estado cerca de los mexicanos. Por sonreír con la mirada, y supongo que también por haber sido el mejor futbolista del mundo.

Después de él ¿quien sigue?, me preguntó Rufino Rufián y no supe que responderle. Chin. Me quedé pensando en todo el tiempo que he gastado persiguiendo algo que no quiero. Y en que al final casi todas las personas somos otras personas, como decía Óscar Wilde. La vida de los otros, somos.

A Rufino Rufián nadie le ha preguntado cuál fue su primer dolor. Ni dónde lo sintió, en qué país, en que rincón de sus entrañas, en que esquina, en cual de sus múltiples soledades, golpes, patadas, gemidos, alaridos. En qué hueso quebrado a patadas por un amante de su madre sintió el primer dolor. Hace años cerró la puerta de su casa. Y apenas va a cumplir los trece. Y este viernes vio al mismísimo Pelé en persona. Y lloró por dentro y por fuera, seño, seño vi a Pelé, me dijo, me jaló la manga de mi saco, me zarandeó, me hizo reír.

Ignoro si Rufino Rufián fue este fin de semana otra vez al zócalo. Me dijo que lo haría. Que se formaría para ser de los primeros en ponerse los patines nuevecitos y entrar a la pista de hielo. ¿Es cierto que es la más grande del mundo?, me preguntó. La más, la más, le respondí y me hizo que le contara historias de otras pistas de patinaje en otros países que no sabe dónde están ubicados, ni cómo se llega a ellos, ni que idioma se habla. Una vez vio en la televisión a una pareja que patinaba mientras se daba de besos, me contó Rufino Rufián, sorprendido de la habilidad de la pareja para amarse sin caer.

A Rufino Rufián nadie le ha preguntado cuándo sintió el primer amor, en qué trozo de su cuerpo lo percibió, en qué calle, bajo qué puente, en qué patrulla, en cual de todas las instituciones donde lo han llevado y de las que una y otra vez escapa. Escapa a las calles donde sus amigos siempre lo esperan. Sus amigos que lo enseñaron a limpiar parabrisas y con los que, cuando ya no aguanta el hambre, roba una bolsa de papas fritas, un gansito, cualquier cosa, de la tienda de enfrente. O aspira fuerte, fuerte, el pegamento; para aguantar el hambre, para soñar al lado de sus amigos de la calle con los que, me dijo, iría este fin de semana al Zócalo para entrar a la pista más grande del mundo y ser de los primeros en ponerse los patines nuevecitos, nuevecitos.

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