sábado, enero 5

Sombras nocturnas en Madrid

Anoche me fui de copas con mis amigos madrileños. Quise recorrer los bares, tabernas y restaurantes de los barrios del centro de Madrid. Regresar, mirar, hablar con la noche en el sitio exacto donde la noche se instala a sus anchas. Ahí donde al obscurecer, y aunque no haya luna llena, todo se transforma. Donde reina la obscuridad, y solo las sombras alumbran.


Las sombras en las noches de Madrid, caminan de un bar a otro, de una esquina a otra con el único fin de compartir historias hiladas en la sombra. Son los aliados de la noche, los que te hacen un lugar en la barra, los que te arropan con su hilera de palabras inventadas, los que brindan una y otra vez por los amigos que todavía no tienen y por aquéllos cuyos nombres acaban de olvidar. Como Juan, residente del Madrid de los Austrias, de esa zona que va de la Puerta del Sol al Palacio Real, pasando por La Latina y Lavapiés. El alma de Madrid, donde las sombras nocturnas deambulan con total entereza. Como Juan, el amigo que siempre se encuentran mis amigos en uno u otro bar. Con la misma sonrisa, con la mirada de siempre. Con la misma copa en la mano y un no gracias, cené antes de salir de casa, en la boca. Juan que nunca come nada, pero que recuerda todo lo que se habló la última noche en que te vio. México, mexicana, no te vayas, me dijo hace más de un año y lo recuerda. A pesar de no acordarse de mi nombre, ni de lo qué hacía yo en Madrid, ni de cuándo me dijo, me rogó casi, que no me fuera, me mira y me vuelve a decir que no me vaya nunca de Madrid, qué para qué si se está tan bien, pero tan bien en las noches de Madrid. Y en el día, le digo, y alza los hombros para poco después comenzar a tejer otra historia que escucho apenas unos minutos pues ya mis amigos pagaron esta ronda de copas y hay que ir al bar de la esquina que preparan unas tapas que te mueres, me apresuran y me despido de Juan sin despedirme. Llevándome el olor del plato de embutidos de Extremadura que quise pedir y que no pedí por quedarme escuchando la palabra de Juan que huele a tiempo.
La noche en Madrid despide un aroma diferente, indescriptible, extraño, sorprendente. Un aroma como de joven, como de viejo, como de mujer que espera la llegada del día, sentada al filo de la noche. Un olor que suda sobre la piel.
Cenamos en la barra de al menos cinco bares. Un revuelto de morcilla en uno, un plato de trufa negra sobre cama de patatas en otro, para que veas mexicana que en Madrid no sólo son bares de pueblo, reta un mesero que no sabe que yo sé que en Madrid no solo son bares de pueblo. Emiliano sugiere siempre lo mejor, los berberechos en salsa de algas en reducción de Pedro Ximénez, una media ración de tartar de atún con vinagreta de nueces. Es que yo quiero callos, les explico quedito para no ofender a los otros platillos que la verdad están igual o mejor que los callos pero tengo que decirlo. Los callos a la madrileña, por favor, que llevo ya una semana en Madrid y de callos, nada.
El espectáculo comienza pasada la media noche. ¡Hay que joderse!, me dicen cariñosamente mis amigos que aceptan llevarme a Casa Patas que les encanta pero a donde cada vez que van tienen que decir ¡hay que joderse, guapa!, por qué quesque no les gusta ir a Casa Patas donde solamente van extranjeros, argumentan. No hay otro sito mejor de flamenco en vivo, respondo y luego les reclamo que no vayan a Casa Patas más que cuando yo les pido que vayan conmigo. Si fueran, les digo, no estaría lleno de extranjeros, sino de madrileños.
Fui por lo menos una vez al mes a Casa Patas, durante los ocho años que viví en Madrid. Vi de todo. Algunas veces me aburrí, otras, las más, me divertí, me sorprendí, sentí, viví. Siempre me sorprendió la abundancia de niños. Niños sentados en un sitio de mayores. A la media noche. A la madrugada. Los niños con las palmas de la mano de sus padres en la mirada. Niños gitanos que anoche subieron al tablado. A las dos de la madrugada, se desataron los nudos de la garganta. A pesar del violín retador de Fernando Moreria o por él. Un violín en el tablao, nomás eso me faltaba, escuché decir al vecino de mesa que no era extranjero, ni madrileño, el vecino gitano de Andalucía se quejó de la presencia del violín en un tablado flamenco y acabó gritando ole, ole al violinista que hizo que la bailaora bailara como solo bailan las gitanas cuando alguien las reta.
Regresé a la calle de Cervantes a las no se qué hora de la madrugada. La calle Cervantes, en el barrio de las Letras, dónde Miguel de Cervantes vivió y murió. Donde vive Alejandro Aura y Milagros y donde yo me alojo en estos días y noches de no contar las horas, si da igual si son las dos de la mañana o las cuatro si todavía no cae rendida la noche ante la luz radiante del invierno madrileño. La impuntual luz azul. Esa luz que me obliga a salir de nuevo a las calles de Madrid, a los mercados, a los parques donde la gente busca un rincón, una luz, una sombra. Un sitio donde comenzar el nuevo año inventando una historia cada noche. Creyendo que todavía podemos ser jóvenes, que aún es tiempo de vencer a la quietud, respirar el viento que sopla en las ciudades y después, mucho después, dormir con el alba clavada en la piel. En la invisible piel de una sonrisa.

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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Unknown dijo...

estoy con usted en que las miradas a veces hablan más que cualquier conversación.. Para retratar esas miradas estamos nosotros, compañero de versos y opiniones, daba la casualidad de que tenemos un con un fin parecido.

Http://www.MiradasEscritas.ya.st


Me pasaré pronto.


Un fuerte abrazo

_Gonka_