sábado, febrero 9

La doble muerte de los niños violados

Escribir las ganas de escribir, la urgencia, el apremio. Escribir cualquier cosa, pero escribir todo lo que puede convertirse en escritura: el agua, el viento, el viento de agua, un muro detrás del árbol, una grieta de luz sobre la alfombra, un chapulín que salta sobre el cristal y atrapa a quien aguarda el momento justo para convertir al chapulín en escritura. Escribir, volver al sentido mismo de la escritura y desafiar. Arrojarse a la nada y crear, aunque desaparecer sea el riesgo. El riesgo que corre por la sangre y la separa.

Anoche soñé que toda yo era escritura. Un invento, una creación de otro sin presencia, una ficción sin dueño. El sueño de otro que en el sueño dibujaba las paredes de una antigua casa repletas de grabados de Toledo. Francisco Toledo de las iguanas y los chapulines quietos. El de los ojos húmedos y la piel de papel. El de las batallas y las voces. En el sueño, los personajes de los grabados podían leerme. Los cangrejos y los borregos, los cocodrilos, las vacas, el burro, la sapa, las escobas, los papalotes todos, se sentaron a leer la escritura que fui en el sueño.

Desperté con ganas de escribir, con urgencia. Escribir cualquier cosa que cobre la forma de la escritura. La luz, la piedra en la ciudad, el templo. Pero eché un vistazo a las noticias del día y vi a dos mil niños y niñas ausentes de mirada. Con menos de seis años en promedio. Violados todos, en el último año, hecha trizas su vida, la poca vida que les tocó vivir. Vivir ya muertos, sin ser. El poder sobre ellos, la ira de otros enterrada en sus cuerpos pequeños de niños y niñas que dejaron de serlo, en el instante mismo del doble crimen.

Los niños y niñas violadas son insomnes, muchos de ellos. Se abstienen de jugar a la pelota, odian la pelota, el afuera. Tiemblan antes de abrir cualquier puerta. Tiemblan y sudan el sudor de la muerte. Algunas veces lloran a escondidas porque nadie les dice que no fue su culpa. Ni curan las heridas de sus cuerpos. Por eso descienden a los infiernos. En busca de un remedio.

Nadie conoce la cifra exacta. Es imposible saberla. No hay quien se atreva a contabilizar la peor infamia. Las organizaciones internacionales y de derechos humanos aseguran que en un año, más de 20 mil menores mexicanos son objeto de abuso sexual, gran parte de ellos en la ciudad. La mayoría niñas. Niñas de tierra y cemento. Veinte mil. Y serán otros tantos los casos del silencio, los que se callan a fuerza de puñaladas de pánico.

Las niñas violadas, cuando crecen, guardan silencio frente a sus hijas. Las agreden, no las toleran. No se toleran ellas mismas. Las perversiones de las que fueron objeto se vuelve en su contra. Soy perversa, se dicen. Perversa como el demonio. Las niñas violadas no tienen salvación, la mayoría. Nadie les arranca el sello. Y reproducen la conducta del verdugo. El verdugo que no se cubre el rostro. Los niños y niñas violados conocen, casi siempre, al agresor. El hermano, el padrastro, un tío, alguien de su confianza, el propio padre. La brutalidad alojada bajo el mismo techo. A la ofensiva.

Hay quien intenta recuperarse. Algunas mujeres de las más de 1.5 millones de mexicanas al año que son víctimas de agresiones sexuales, lo hacen. Lo intentan al menos, lo buscan. No es sencillo. La soledad las asfixia, les corta la palabra. La soledad también de saber que sólo un 5 por ciento de las denuncias penales por violación, alcanzan la sentencia.

No alcanzan todos los menores a vivir después de ser violados. Hay casos de niños que mueren de las enfermedades que el agresor les contagia. Hay otros que mueren sin irse, los que crecen con el dolor sobre los hombros. Pero hay quienes no toleran el dolor y mueren, porque solo la muerte los libera. Se arrojan de las azoteas. O se quedan dormidos sobre una autopista. Para ya no volver a morir. Para no despertar.

Hoy desperté con urgencia de escribir. Con los dedos de las manos temblando de sed. Con los ojos puestos en la ráfaga de luz sobre la sábana. Con la voluntad de desaparecer en la escritura, arrojarme al vacío. Y crear. Pero afuera la vida agoniza. La vida rota de los niños y niñas violadas que cada día son más. Dos o tres más hoy que ayer. Niños y niñas que no sueñan. Que no escriben. Y de los que nadie, o casi nadie, escribe. Da miedo escribir sobre la muerte. Las muchas muertes de los menores violados. Da miedo. Y rabia, repulsión, ganas de no volver a escribir sin tenderles la mano.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

DARSE CUENTA DE LA REAIDAD CAMBIA LA VIDA, Y MAS VIVIR CON ESA AARGURA K ME DUELE TANTO YO VIVI Y SUFRO MUCHO POR ESTO KISIERA AYUDAR Y HACER CONOCER A LOS NIÑOS KE NO ESTAN SOLOS YO PUEDO HACER MUCHO.. Y LE PIDO TANTO A DIOS KE ME AYUDE CON ESTE DOLOR PARA LOGAR SUPERAR LO KE VIVI HACE MUCHOS AÑOS...

Anónimo dijo...

Hay que difundir textos como éste. ¿Por qué nunca se acaba este flagelo?

Saludos.

Ana Lucía

http://naturalezaycaminodelmedionumero2.blogspot.com/

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