Mujeres rotas
Llovieron las felicitaciones. Algunas, pocas, llegaron a mi teléfono celular; la inmensa mayoría me fue enviada al correo electrónico. Este año el Día Internacional de la Mujer estuvo lleno de mensajes con fotografías de mujeres hermosísimas que dan extraños y paradójicos consejos sobre la importancia que tiene en la mujer la belleza interior, y sobre la necesidad de mantener virtudes como la dulzura, el compañerismo, la humildad y la solidaridad sobre la belleza física. La mismísima Audrey Hepburn aconseja en uno de esos mensajes decir palabras dulces para tener labios carnosos o dividir la comida con los hambrientos para tener el cuerpazo que ella tuvo a los 20 años. ¡Qué locura!, me dije, y pensé en no darle más importancia al tema. Total, una fecha más para el mercado del consumo. Un producto más que vender. Otra verdad convertida en mentira.
Por la noche, sin embargo, en una reunión de amigos se abordó el tema del Día de la Mujer. Y hablando de mujeres recordé lo que me sucedió un domingo de noviembre del año pasado en pleno Zócalo de la ciudad. Estaba atiborrado, lleno de gente que no quería perderse las magníficas ofrendas que colocaron en vísperas del Día de Muertos. Nos acercamos a la que representaba a la delegación Xochimilco, plagada de flores, aromas, colores. La gente miraba ese altar con respeto, con mística casi, sin palabras. Por eso resultó quizá tan pero tan sorpresivo el ver de pronto volar un puño cerrado que en segundos llegó al rostro de un hombre. Y llegó con fuerza. El hombre, de unos 40 años, fue el más sorprendido. Se quedó en silencio con su piel enrojecida y abierta. Volteó la mirada, intentó huir, desaparecer en la multitud. Ser multitud. Pero yo no estaba dispuesta a permitirlo. Y desaté mi palabra. Y grité, mientras lo señalaba, mientras jalaba con rabia su chamarra verde. “Señoras —dije—, miren bien a este hombre. No dejen que se les acerque; este hombre, como muchos otros, viene a faltarnos al respeto; es de los que creen que las mujeres somos objeto, que no denunciamos, que tenemos que permitir que nos maltraten, no lo permitan”. Y puntualicé: “Este hombre, señoras, me acaba de meter la mano entre las piernas de una forma asquerosa”. La gente —mujeres y hombres— miró con sorpresa e incredulidad. Me miraban más a mí que al perverso que al final por ello logró huir. Nadie hizo nada para evitarlo. Mis amigas pensaron, cuando me vieron golpearlo, que yo había enloquecido. “Fue como estar soñando”, me dijo una. “¿Qué le pasa a la Cortina?”, se preguntó la otra. Nuestro amigo, el único hombre del grupo, se acercó al perverso con cautela y se limitó a preguntarle: ¿fuiste tu?. Y todo el mundo siguió su camino.
Mi rabia se multiplicó cuando mi amigo, en tono dizque de broma, pero por supuesto que en serio, comentó que lo que sucedía es que yo llevaba unos pantalones bastante provocativos, ¡qué ocurrencia! Pantalones dorados, dijo de mis pantalones color beige. Entonces me tembló otra vez la piel. Mi amigo, uno de mis amigos más cercanos, el que es padre y madre a la vez, el que ha sido tantas veces solidario con sus amigas, el que cree en la unión libre, el que trabaja en proyectos sociales, ése, está convencido de que me lo merezco. Por provocativa. Otros, estoy segura, habrán pensado que debí de agradecerlo. A mi edad, ya no es tan común…
¿Por qué las mujeres no les faltamos así el respeto a los hombres?, fue la pregunta que abordamos por la noche del Día de la Mujer. “Es que no las provocamos”, dijo uno. “No se atreven”, dijo otro. La tristeza, más que la rabia, me silenció por un buen rato. Pero más tarde arremetí. A ninguna mujer se le ocurre manosearle a un hombre los genitales en el metro. Y no se nos ocurre debido a que, entre otras cosas, no nos produce placer alguno. El placer es otro. Es compartido. Es amable. El placer tiene piel, mirada, labios, voz. Tiene aroma.
No llegamos a nada. Se terminaron el vino y la reunión. No podía dormir. Le llamé a un amigo de España para preguntarle por las elecciones. Se disponía a salir de su casa para ir a votar. Le gusta votar de los primeros. Le pregunté, aunque sabía la respuesta, por quién votaría. “Por Zapatero, ¿por quién más?”, me dijo a la madrileña. Y Zapatero, ¿por qué?, le pregunté y comenzó a lanzar una hilera interminable de razones que apenas recuerdo, porque después de escuchar la primera me daban igual las otras. “Porque cree en la enorme capacidad de la mujer. Y en su intensidad”.
Creer. Creer en la mujer es quizá también lo que a las mujeres nos hace falta. Creer que somos capaces de darle al agresor su merecido, sin que este hecho sorprenda o paralice; que somos también capaces de construir, a cualquier edad, nuestra historia. Que somos lo suficientemente fuertes como para levantar una y otra vez el vuelo. Creer que podemos equivocarnos, podemos intentar aniquilarnos para ser en el otro. Pero también podemos, como mujeres rotas —diría Simone de Beauvoir—, salirnos de nuestra propia piel, si con ello volvemos a la vida con la fuerza que concede la lucha por arrancar la mirada de quienes todavía piensan que somos carne sobre su mesa.
Antes de dormir navegué en mi portátil para enterarme sobre la forma en que, en otros rincones del mundo, se había celebrado el Día de la Mujer. En Afganistán, donde hace 30 años esta fecha está en silencio, mil mujeres salieron a la calle. Las fuerzas religiosas les impidieron marchar. Pero gritaron. Se dejaron ver. Le colocaron alas a su mirada. Rompieron el orden de las cosas, para sanar su alma rota.
En una población del sur de la India un significativo grupo de prostitutas tomó las calles para exigir mejoras en el sistema de salud. Su mayor preocupación: sus hijos. En Nicaragua demandaron restituir el aborto terapéutico; en Guatemala, Honduras y El Salvador, el fin de la violencia, el fin de la impunidad, el fin de las violaciones, de la sinrazón. La sinrazón que ataca la médula de los sentimientos y devora la posibilidad de rescatar aquellos pensamientos, formas, palabras, caricias, miradas que urge pueblen el mundo. El mundo roto de las mujeres y el de los hombres, también rotos.
Por la noche, sin embargo, en una reunión de amigos se abordó el tema del Día de la Mujer. Y hablando de mujeres recordé lo que me sucedió un domingo de noviembre del año pasado en pleno Zócalo de la ciudad. Estaba atiborrado, lleno de gente que no quería perderse las magníficas ofrendas que colocaron en vísperas del Día de Muertos. Nos acercamos a la que representaba a la delegación Xochimilco, plagada de flores, aromas, colores. La gente miraba ese altar con respeto, con mística casi, sin palabras. Por eso resultó quizá tan pero tan sorpresivo el ver de pronto volar un puño cerrado que en segundos llegó al rostro de un hombre. Y llegó con fuerza. El hombre, de unos 40 años, fue el más sorprendido. Se quedó en silencio con su piel enrojecida y abierta. Volteó la mirada, intentó huir, desaparecer en la multitud. Ser multitud. Pero yo no estaba dispuesta a permitirlo. Y desaté mi palabra. Y grité, mientras lo señalaba, mientras jalaba con rabia su chamarra verde. “Señoras —dije—, miren bien a este hombre. No dejen que se les acerque; este hombre, como muchos otros, viene a faltarnos al respeto; es de los que creen que las mujeres somos objeto, que no denunciamos, que tenemos que permitir que nos maltraten, no lo permitan”. Y puntualicé: “Este hombre, señoras, me acaba de meter la mano entre las piernas de una forma asquerosa”. La gente —mujeres y hombres— miró con sorpresa e incredulidad. Me miraban más a mí que al perverso que al final por ello logró huir. Nadie hizo nada para evitarlo. Mis amigas pensaron, cuando me vieron golpearlo, que yo había enloquecido. “Fue como estar soñando”, me dijo una. “¿Qué le pasa a la Cortina?”, se preguntó la otra. Nuestro amigo, el único hombre del grupo, se acercó al perverso con cautela y se limitó a preguntarle: ¿fuiste tu?. Y todo el mundo siguió su camino.
Mi rabia se multiplicó cuando mi amigo, en tono dizque de broma, pero por supuesto que en serio, comentó que lo que sucedía es que yo llevaba unos pantalones bastante provocativos, ¡qué ocurrencia! Pantalones dorados, dijo de mis pantalones color beige. Entonces me tembló otra vez la piel. Mi amigo, uno de mis amigos más cercanos, el que es padre y madre a la vez, el que ha sido tantas veces solidario con sus amigas, el que cree en la unión libre, el que trabaja en proyectos sociales, ése, está convencido de que me lo merezco. Por provocativa. Otros, estoy segura, habrán pensado que debí de agradecerlo. A mi edad, ya no es tan común…
¿Por qué las mujeres no les faltamos así el respeto a los hombres?, fue la pregunta que abordamos por la noche del Día de la Mujer. “Es que no las provocamos”, dijo uno. “No se atreven”, dijo otro. La tristeza, más que la rabia, me silenció por un buen rato. Pero más tarde arremetí. A ninguna mujer se le ocurre manosearle a un hombre los genitales en el metro. Y no se nos ocurre debido a que, entre otras cosas, no nos produce placer alguno. El placer es otro. Es compartido. Es amable. El placer tiene piel, mirada, labios, voz. Tiene aroma.
No llegamos a nada. Se terminaron el vino y la reunión. No podía dormir. Le llamé a un amigo de España para preguntarle por las elecciones. Se disponía a salir de su casa para ir a votar. Le gusta votar de los primeros. Le pregunté, aunque sabía la respuesta, por quién votaría. “Por Zapatero, ¿por quién más?”, me dijo a la madrileña. Y Zapatero, ¿por qué?, le pregunté y comenzó a lanzar una hilera interminable de razones que apenas recuerdo, porque después de escuchar la primera me daban igual las otras. “Porque cree en la enorme capacidad de la mujer. Y en su intensidad”.
Creer. Creer en la mujer es quizá también lo que a las mujeres nos hace falta. Creer que somos capaces de darle al agresor su merecido, sin que este hecho sorprenda o paralice; que somos también capaces de construir, a cualquier edad, nuestra historia. Que somos lo suficientemente fuertes como para levantar una y otra vez el vuelo. Creer que podemos equivocarnos, podemos intentar aniquilarnos para ser en el otro. Pero también podemos, como mujeres rotas —diría Simone de Beauvoir—, salirnos de nuestra propia piel, si con ello volvemos a la vida con la fuerza que concede la lucha por arrancar la mirada de quienes todavía piensan que somos carne sobre su mesa.
Antes de dormir navegué en mi portátil para enterarme sobre la forma en que, en otros rincones del mundo, se había celebrado el Día de la Mujer. En Afganistán, donde hace 30 años esta fecha está en silencio, mil mujeres salieron a la calle. Las fuerzas religiosas les impidieron marchar. Pero gritaron. Se dejaron ver. Le colocaron alas a su mirada. Rompieron el orden de las cosas, para sanar su alma rota.
En una población del sur de la India un significativo grupo de prostitutas tomó las calles para exigir mejoras en el sistema de salud. Su mayor preocupación: sus hijos. En Nicaragua demandaron restituir el aborto terapéutico; en Guatemala, Honduras y El Salvador, el fin de la violencia, el fin de la impunidad, el fin de las violaciones, de la sinrazón. La sinrazón que ataca la médula de los sentimientos y devora la posibilidad de rescatar aquellos pensamientos, formas, palabras, caricias, miradas que urge pueblen el mundo. El mundo roto de las mujeres y el de los hombres, también rotos.
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