¿Qué nos está cambiando tanto?, preguntó Chavela
Se acordó de cuando, en abril de 2004, fue a visitar a Las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina. Se volvió a emocionar al recordar el recorrido que Taty Almeida, en representación de las fundadoras, le dio en su local de Buenos Aires. “Una pared cubierta de dolor”, me dijo y me comenzó al explicar las fotografías de miles de jóvenes argentinos, desaparecidos durante la dictadura militar y que guarda aún en su memoria de mujer anciana.
Habían pasado ya varios lustros desde su desaparición, pero las madres de los desaparecidos le contaban a Chavela Vargas la historia de sus hijos, como quien cuenta un dolor nuevo, fresco, un dolor cenizo que aún quema. Y cuatro años después de su viaje a Argentina, Chavela me lo platicó a mí con las palabras limpias que pronuncia la gente que nunca olvida. Y Chavela Vargas no olvida, pero tampoco entiende. Me pide que le explique qué diablos está sucediendo en el mundo. Qué pasa en México, qué ha pasado que nos ha cambiado tanto. Apenas comenzamos a hablar y desató su voz demandando la respuesta inmediata de una y otra pregunta. Ha estado muy atenta, según me confesó, de los acontecimientos de las últimas semanas. Por eso se acordó de Las Madres de la Plaza de Mayo y de sus hijos asesinados. Después me preguntó si yo entiendo por qué todo mundo se empeña en cuestionar a los jóvenes mexicanos que se encontraban en un campamento de las FARC, en Ecuador, al momento en que la fuerzas colombianas lo atacaron.
¿Y tú que piensas?, le pregunté. “Que son jóvenes. Que estaban buscando respuestas. Que estaban buscando razones. Una, tan sólo una razón para seguir creyendo que el mundo puede ser mejor, más humano, mas digno, más sabio. Un mundo que los entienda y al cual ellos puedan entender”, me respondió sin titubear. Le hago otra pregunta que tarda en responder. Permanece un buen rato en silencio. La mirada clavada en la memoria. La memoria de una mujer que está a punto de cumplir 89 años y que lleva todavía la vida envuelta en las manos, como una ola al centro de un jardín.
Chavela, insisto ¿y tú de joven qué buscabas? “Respirar, vivir, sentir. Buscaba un sitio donde ser Chavela Vargas, un rincón, un amor, un puñado de amigos, una canción. Buscaba la verdad. El amor que no tuve de niña, la seguridad que quisieron arrancarme, la verdad, te repito, buscaba la verdad”. Y la encontraste, Chavela, la encontraste, le dije. “Encontré a México. Y lo hice mío. Por eso me duele México. Por eso no entiendo que México no defienda a ciegas a los suyos. Que no salga a gritarle al mundo que es un dolor terrible el que hayan matado a esos chamacos. Que es una injusticia, que es un horror. No entiendo por qué quieren someter a una investigación a sus cuerpos de jóvenes, a su recuerdo de muchachos inquietos, impacientes, expectantes, insatisfechos, no es pecado buscar, no es terrorista el que busca”.
Chavela vuelve otra vez a su encierro. Hace una pausa larga. Intento cambiar el tema, pero sigue sin responder. Parece estar triste, su mirada sin sus lentes oscuros, desciende y rasga el tiempo. Cuando regresa, recuerda los tiempos en que México apoyaba las luchas sociales de los países de Sudamérica, como Argentina y Chile y las de América Central. Algo tiene en la memoria sobre el caso de una mexicana que fue violada, torturada y asesinada en El Salvador en 1989. De algo se acuerda, pero no tiene muy claro el caso, se le borra la imagen. Y ahora soy yo la que le cuento.
Se llamaba Alejandra Bravo y era estudiante de medicina de la Universidad Autónoma Metropolitana. Como todos los estudiantes de su generación estaba informada de lo que sucedía en América Central. La Nicaragua sandinista atacada por la contra desde territorio vecino, Guatemala de la tierra arrasada, y en El Salvador, una guerrilla, dirigida por jóvenes estudiantes en su mayoría universitarios, dibujaba una sonrisa al horror.
A Alejandra la ametrallaron a corta distancia. Pero antes, le fracturaron los huesos, le cortaron con navaja los senos, las piernas y el cuello y la violaron. La embajada de México en San Salvador hizo lo que tenía que hacer. En medio de la guerra, denunció, exigió, acudió al sitio de los hechos. Y en ningún momento, que yo recuerde, se cuestionó el hecho de que Alejandra Bravo, pasante de medicina, era o no terrorista. México envió una nota de protesta al gobierno de El Salvador.
Cuando terminé de contárselo, Chavela lloró. Quedito, pero lloró. Y ya no le pude sacar ni una sola palabra. Ni una sonrisa, ni un movimiento nuevo en su jardín.
Habían pasado ya varios lustros desde su desaparición, pero las madres de los desaparecidos le contaban a Chavela Vargas la historia de sus hijos, como quien cuenta un dolor nuevo, fresco, un dolor cenizo que aún quema. Y cuatro años después de su viaje a Argentina, Chavela me lo platicó a mí con las palabras limpias que pronuncia la gente que nunca olvida. Y Chavela Vargas no olvida, pero tampoco entiende. Me pide que le explique qué diablos está sucediendo en el mundo. Qué pasa en México, qué ha pasado que nos ha cambiado tanto. Apenas comenzamos a hablar y desató su voz demandando la respuesta inmediata de una y otra pregunta. Ha estado muy atenta, según me confesó, de los acontecimientos de las últimas semanas. Por eso se acordó de Las Madres de la Plaza de Mayo y de sus hijos asesinados. Después me preguntó si yo entiendo por qué todo mundo se empeña en cuestionar a los jóvenes mexicanos que se encontraban en un campamento de las FARC, en Ecuador, al momento en que la fuerzas colombianas lo atacaron.
¿Y tú que piensas?, le pregunté. “Que son jóvenes. Que estaban buscando respuestas. Que estaban buscando razones. Una, tan sólo una razón para seguir creyendo que el mundo puede ser mejor, más humano, mas digno, más sabio. Un mundo que los entienda y al cual ellos puedan entender”, me respondió sin titubear. Le hago otra pregunta que tarda en responder. Permanece un buen rato en silencio. La mirada clavada en la memoria. La memoria de una mujer que está a punto de cumplir 89 años y que lleva todavía la vida envuelta en las manos, como una ola al centro de un jardín.
Chavela, insisto ¿y tú de joven qué buscabas? “Respirar, vivir, sentir. Buscaba un sitio donde ser Chavela Vargas, un rincón, un amor, un puñado de amigos, una canción. Buscaba la verdad. El amor que no tuve de niña, la seguridad que quisieron arrancarme, la verdad, te repito, buscaba la verdad”. Y la encontraste, Chavela, la encontraste, le dije. “Encontré a México. Y lo hice mío. Por eso me duele México. Por eso no entiendo que México no defienda a ciegas a los suyos. Que no salga a gritarle al mundo que es un dolor terrible el que hayan matado a esos chamacos. Que es una injusticia, que es un horror. No entiendo por qué quieren someter a una investigación a sus cuerpos de jóvenes, a su recuerdo de muchachos inquietos, impacientes, expectantes, insatisfechos, no es pecado buscar, no es terrorista el que busca”.
Chavela vuelve otra vez a su encierro. Hace una pausa larga. Intento cambiar el tema, pero sigue sin responder. Parece estar triste, su mirada sin sus lentes oscuros, desciende y rasga el tiempo. Cuando regresa, recuerda los tiempos en que México apoyaba las luchas sociales de los países de Sudamérica, como Argentina y Chile y las de América Central. Algo tiene en la memoria sobre el caso de una mexicana que fue violada, torturada y asesinada en El Salvador en 1989. De algo se acuerda, pero no tiene muy claro el caso, se le borra la imagen. Y ahora soy yo la que le cuento.
Se llamaba Alejandra Bravo y era estudiante de medicina de la Universidad Autónoma Metropolitana. Como todos los estudiantes de su generación estaba informada de lo que sucedía en América Central. La Nicaragua sandinista atacada por la contra desde territorio vecino, Guatemala de la tierra arrasada, y en El Salvador, una guerrilla, dirigida por jóvenes estudiantes en su mayoría universitarios, dibujaba una sonrisa al horror.
A Alejandra la ametrallaron a corta distancia. Pero antes, le fracturaron los huesos, le cortaron con navaja los senos, las piernas y el cuello y la violaron. La embajada de México en San Salvador hizo lo que tenía que hacer. En medio de la guerra, denunció, exigió, acudió al sitio de los hechos. Y en ningún momento, que yo recuerde, se cuestionó el hecho de que Alejandra Bravo, pasante de medicina, era o no terrorista. México envió una nota de protesta al gobierno de El Salvador.
Cuando terminé de contárselo, Chavela lloró. Quedito, pero lloró. Y ya no le pude sacar ni una sola palabra. Ni una sonrisa, ni un movimiento nuevo en su jardín.
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