martes, mayo 6

El Danzón que salva a la ciudad

Afuera hace frío. La lluvia y el viento han causado varios apagones. Hay ramas de árbol tiradas a mitad de la calle. En la esquina, un hombre golpea a su hijo, la madre intenta protegerlo. La radio difunde noticias confusas. Los reclamos, los insultos, las discusiones sobre la reforma petrolera comienzan a aturdir los oídos de los ancianos. “Ya no se sabe ni qué”, comenta uno. “Se confunden los pleitos y las voces”, responde otro. Desde Guadalajara, un gobernador caritativo lanza billetes y mentadas de madre. Al sur de la capital, un ladrón deja sin un quinto a una joven que acaba de bajar de la estación del Metro Eugenia. Una señora llega a su casa gritando los gritos de una ciudad a punto de ser ametrallada. En la puerta, un niño llora de frio, otro de hambre. Al otro lado de la calle, Aurora, con la cara en alto, baila un danzón.

Llegó poco antes de las seis de la tarde al Salón Maraka, el de más caché, me aseguran los tres elegantísimos hombres que me sacaron a bailar a lo largo de la tarde. El de más caché, insisten, “lo reconoce todo danzonero cuando nos mira bailar”. “Aquél viene del Maraka”, me cuenta Don Eusebio que dicen cuando va al California o a otro salón de menor caché. Aurora no ha dejado de bailar desde que llegó, y eso que fue de las primeras. Lleva un tocado en el pelo que brilla como sus zapatos de tacón y pulsera. Baila suavecito, lentamente, en armonía con ella misma y sus setenta y tantos años repartidos amorosamente en su cintura, apenas cubierta por el ceñido vestido que la abraza. “Suavecito, me dice mi pareja de baile, no se me adelante”.

“El danzón es un baile hecho para que la mujer se luzca”, me explica Alfredo. “Aproveche”, me dice y eleva su mano para que yo camine en círculo despacio, muy despacio. Para que apenas roce su mirada que me mira con ojos criollos de maestro danzonero. Para que aprenda a bailar danzón y vaya cada miércoles a La Maraka donde Acerina, la Primera Danzonera de América, la única, la auténtica, la original, concede a cientos de almas citadinas el placer de bailar. Un privilegio.

Le hice caso, o al menos intenté hacerle caso a Alfredo. Suavecito, sin balancearse, me repetía Alfredo que todos los miércoles está en el Maraka por que lo más importante en la vida es bailar, me asegura y yo recuerdo a María Rojo buscando en Veracruz a su pareja de baile que un buen día desapareció. Sin decir nada, lo dejó todo. Hasta el baile que es lo más importante en la vida, le dice María Rojo a una amiga en la película Danzón.

Lo más importante y lo más sano, libre, vivo. Miro a mi alrededor los tres minutos que me siento a tomar algo. La edad promedio debe estar cerca de los 70, pienso. Y no hay ni una sola de las alrededor de 400 personas que esté triste. O sola, o deprimida. Nadie se queja de los años que lleva encima, ni de la reuma, ni de los hijos que hace meses que no los visitan. Ni de la miserable jubilación que tienen. Ni de los políticos, ni de la violencia. Se dedican a bailar todos los miércoles de las seis de la tarde a las once de la noche, sin excepción. Me cuentan los años que llevan yendo a La Maraka. Algunos perdieron ya la cuenta, “como unos seis pares” me dice un señor de sombrero y me señala sus zapatos de charol.

Las mujeres que asisten a La Maraka están, en su mayoría, bastante pasadas de peso, algo chaparras, sin nada que llame realmente la atención en ellas, fuera de sus cuidada vestimenta. Pero algo sucede en la pista de baile de La Maraka. Alguna hada enciende la música y arroja una gentil belleza sobre los rostros y cuerpos de las mujeres. Las convierte en princesas. Princesas aztecas que cumplen el ritual. Y se salvan. Cada miércoles, junto con su pareja de baile, dominan su universo, mientras afuera, la ciudad está a punto de ser ametrallada.



1 comentario:

Anónimo dijo...

Βloggеr: Mіrada Escrita

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