martes, mayo 13

Pero hay que saber llegar

No me dieron la dirección exacta. Sabía que estaba en el centro de Santa María La Ribera y que tenía un nombre de ciudad europea. Nada más. El taxista no tenía ni idea de cómo llegar y con los escasos datos que yo le proporcionaba, la tenía difícil. No sirvió de nada su llamada por radio a todos los “21”, a quienes pidió que por favor le dijeran qué calle agarrar, qué avenida, en dónde dar la vuelta o seguir de frente, para llegar al centro de Santa María la Ribera.

Primero le preguntamos a una pareja de jóvenes que nos dijeron que todavía ni siquiera estábamos en la Santa María. Seguimos sus instrucciones y entramos por San Cosme, dimos la vuelta a la tercera a la derecha, como nos señalaron. Nos detuvimos frente a un taller mecánico y fui yo quien le pregunté a un hombre que sacó su cabeza del motor de un automóvil para escucharme. “Es una cantina vieja, muy vieja —le dije— y está cerca del parque central”. “Ni es cantina ni está vieja”, me gritó casi el mecánico, sorprendidísimo de mi forma de preguntar por la ubicación del Salón Cantina París. Insistió en explicarme una y otra vez que de vieja no tenía nada, pero nada, de nada. “Es un lugar con muchos años, con mucha historia, un lugar antiguo”, me explicó ya más tranquilo aquel hombre que después de cinco minutos de plática acabó despidiéndose de mano y con una sonrisa enorme en su rostro de aceite.

Estuvimos a punto de seguirnos de largo. La tuvimos enfrente y ni el taxista y yo la vimos. “Por poco se pasa, güerita", me dijo un señor señalando el Salón Paris a mis espaldas. Gracias le dije y respondió con un “provecho” por lo que di por un hecho de que comería muy bien. Y así fue. De botana unos sopes enormes de salsa roja no muy picante. Después la clásica de fideos con mollejas y un chamorro picadito para taquear. Al fin había llegado a la Cantina Salón París, el lugar donde José Alfredo Jiménez comenzó su carrera. La cantina dónde entre una y otra canción, se echaba sus tequilas. Uno tras otro. Para poder escribir como solo él sabía hacerlo. Inspirado, desde dentro, como un poeta. Solo que él lo hacía, cuando no estaba en su casa, sobre una servilleta de papel. Así escribió muchas de sus canciones, entre un tequila y otro, recargado en la barra de una cantina y en una servilleta. Dice Chavela Vargas que fueron cientos las ocasiones en que lo vio hacerlo. Y es que el verdadero vicio de José Alfredo no era el alcohol. Era la escritura. Cuenta Chavela que si pasaba un día, un solo día sin escribir le tocaba padecer el síndrome de la abstención. Era como dejar de tomar, pero más intenso. Escribir, crear, comunicar, fue su vida, el oxígeno diario. Por eso, cuando le diagnosticaron la cirrosis, dejó de tomar apenas un tiempo muy corto y volvió al trago. Sin trago no venía la inspiración. Sin inspiración no podía escribir. Sin escribir enloquecía. Se daba de topes en la pared, gritaba. Así era su mundo. Su mundo raro que comenzó en una cantina de Santa María la Ribera.

Los vecinos de la Santa María la Ribera apenas saben sobre la presencia en su barrio del más grande compositor de música popular de la historia de México. Unos cuantos solamente dicen que algo de ello han oído. Pero poco. Los clientes del Salón Cantina París, en cambio, están muy al tanto. En las paredes han colgado varias fotografías de José Alfredo, algunas de ellas donadas por la familia del cantante, otras por los propios clientes. En algún rincón se lee el “Aquí escribió sus canciones José Alfredo”. Hay quien cuenta incluso que por ahí anda una de las servilletas con un trozo de canción. Y el dueño y los meseros quieren difundirlo por toda la ciudad.

Cuentan los que saben que José Alfredo escribió 200 canciones, pero sus amigos y gente cercana aseguran que han de haber sido más de mil. Que por ahí han de andar guardadas en un cajón, en la bolsa de algún pantalón o en alguna cantina de la ciudad de México. Quizá en el Salón París. O en el Tenampa o en alguna de las muchas otras cantinas donde cantó, se emborrachó, conversó y luego entre un tequila y otro, entre una canción y otra, creó.

El Rey, seguro que no la escribió en una servilleta de papel. Fue de sus últimas composiciones. La escribió con calma, en su casa, sobre una hoja de papel en blanco. Sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Que pronto se iría. Sabía bien que estaba afuera. Pero que hasta para morirse, hay que saber llegar. Como él lo hizo. O como Chavela su gran amiga que llegó a su funeral, se sentó en el suelo, al lado del féretro y cantó, una tras otra, las canciones de su compañero de parrandas. Nadie osó retirarla, sacarla del velatorio. Después de dos botellas de tequila se marchó. Sola, muy sola, sin José Alfredo.

Cuando me pierdo en la ciudad, suelo enojarme en forma desmedida. Me pongo furiosa, de mal humor. Pero el día en que fui en busca de una cantina con nombre de ciudad europea no me importó no saber llegar. La historia del Salón París y la de José Alfredo mismo, serían otras historias sin un mecánico, una joven pareja, un cantinero, un mesero de la Santa María la Ribera. O de cualquier otro rincón de la ciudad donde hay alguien que mira, platica y le coloca una letra a las emociones, a la risa, al dolor, al silencio, a la soledad y a la muerte. Para saber llegar.

2 comentarios:

Aida Emart dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Aida Emart dijo...

hola soy pintora. Mi nombre es Aida Emart buscando en la red acerca de la colonia Santa María la Rivera encontré esta narración tuya la cual me ha gustado mucho. Aunque puse el link de tu blog en el grupo de la Colonia en el Facebook ese link no queda grabado a menos de que se haga un documento por lo cual pido tu autorización para llevar tu texto para allá. Te pego el link del grupo por si lo quieres ver.
https://www.facebook.com/home.php?sk=group_272981983242