25 años de amor y de locura
La Ciudad de México me ha habitado siempre. Aun en mis años lejos de ella, se ha mantenido prendida en mi memoria, en mi piel, en mis sueños, en mi alma. Desde mis primeras incursiones en el periodismo, la ciudad fue para mi, un tema recurrente; como si tuviera la certeza de que es imposible escapar, dejé entonces de huír. Igual que muchos artistas, periodistas, escritores y gran parte de sus habitantes, la he repudiado y amado al mismo tiempo. La he padecido y disfrutado; le he reclamado a gritos sus ofensas y defendido por igual, su virtud de seducir a dentelladas.
Ordenando papeles encontré en estos días los primeros artículos que publiqué en la revista Proceso, donde aprendí el oficio de periodista. Y encontré también a la ciudad de antes del terremoto, la ciudad anterior a los cambios políticos que le dieron una nueva figura. La ciudad que a todos los que entrevisté en mayo de 1982, perturbaba, inquietaba y sobre todo, los llamaba a vivir.
José Luis Cuevas, Elena Poniatowska, Alejandro Aura, Juan García Ponce, Fanny Rabel y muchos otros, la describieron entonces como un demonio, una mujer horrenda y desahuciada, agresiva y delincuente, la ciudad en la que, sin embargo, todos ellos vivían desde entonces, en la que la mayoría de ellos nacieron y donde algunos han muerto. Faltaban todavía cinco años para que los capitalinos pudieran elegir a través del voto a su gobernante y ya algunos, como Juan García Ponce, soñaban con que algún día llegaría un “regente genial a resolverlo todo”. Para el historiador Federico Hernández Serrano, quien en esos días dirigía el Museo de la Ciudad de México, el problema de fondo era el olvido. La gente se ha olvidado de su ciudad, se lamentaba, nadie conoce su historia ni se interesa por su origen. Nadie puede hacer algo por ella, me dijo. A diferencia de García Ponce, José Luis Cuevas no guardaba ninguna esperanza. Nada ni nadie podrá recuperarla, decía el pintor quien, sin embargo, tuvo y sigue teniendo a la ciudad como su permanente fuente de inspiración. Aunque ya entonces añoraba, recordaba con nostalgia los barrios de La Candelaria de los Patos, San Miguel y Puente de Nonoalco donde trabajó, pintó, creó sus dibujos con personajes como las mujeres prostitutas de la calle del Órgano. Una calle que hace 25 años era ya sólo un nombre, un recuerdo, un dolor.
A Alejandro Aura no lo entrevisté entonces, pero sí lo cité en mi artículo. Unos años atrás había recibido el Premio Aguascalientes de Poesía por su libro Volver a Casa. Un libro, íntegro, dedicado a la ciudad. Su ciudad. Decía entonces Alejandro que la última calle de la ciudad no existe. Y es que la ciudad seguía creciendo. Y aún hoy no ha dejado de hacerlo. No es posible, escribió Aura, contar las calles. No es posible manejar la ciudad. Hay que estar inventando palabras nuevas, para simular que la situación se ha dominado.
Hace 25 años Elena Poniatowska ya se sentía agredida por la ciudad. Al recorrerla en automóvil, me contó, sentía un gran temor. Temor a convertirse en agresora. “Cualquier avenida, decía, es un riesgo mortal, una aventura suicida”. Y desde entonces Elena alzaba su voz contra la corrupción, la torpeza, la apatía y la pésima planificación. También la artista plástica Fany Rabel sentía la agresión. Más aún, por ser mujer. Y temía que la ciudad, “algún día llegara a aniquilar las fuerzas de resistencia del ser humano”. Pero Fanny Rabel, permanecía a su lado. Y la convirtió, no solo en parte de su obra, sino en su obra. La miseria citadina, la opresión, su propia angustia en el pincel.
Leo y releo las palabras que hace un cuarto de siglo pronunciaron los artistas y escritores sobre la ciudad y siento que recorro esa ciudad con otras piernas que dicen lo que escribo. Y vuelvo a respirar la insólita soledad que se respira hoy en la ciudad. La soledad de los rostros invisibles y a la que artistas y escritores acusan, en la que se angustian y a la que le reclaman. Un reclamo que, sin embargo, no alcanza el tamaño de su amor.
Hace 25 años Cuevas todavía no le había dado forma a su Giganta, y ni siquiera se imaginaba que el Convento de Santa Inés sería la sede de su museo en pleno Centro Histórico de la ciudad. Pero ya hablaba de la urbe como quien habla de una mujer. Una mujer, decía, a la que se ha amado tanto que ni su marchités y deterioro físico nos impiden seguir amándola. Amada la ciudad, siempre amada también por García Ponce quien estaba convencido de que solamente la gente enamorada ha sido capaz de vivir en ella. “Los que viven en la ciudad, me confesó entonces, lo hacen forzosamente por amor”.
La ciudad como el sitio donde ocurren fantasías y milagros por amor, así la vieron y la siguen viendo. La ciudad de la que no nos iremos, aunque nos vayamos. Como Alejandro Aura que le pidió hace 25 años que lo escuchara. Y le lanzó la advertencia: Óyeme decir que no me iré/la ciudad se morirá conmigo/yo estaré en su fundamento.
Nada ha cambiado tanto. Menos, mucho menos, el amor que sienten por la ciudad los creadores. Quizá algún día ocurra el milagro. Y la ciudad deje de ser el lugar donde los hombres acarician el mal. Entonces estaremos todos en su fundamento.
Ordenando papeles encontré en estos días los primeros artículos que publiqué en la revista Proceso, donde aprendí el oficio de periodista. Y encontré también a la ciudad de antes del terremoto, la ciudad anterior a los cambios políticos que le dieron una nueva figura. La ciudad que a todos los que entrevisté en mayo de 1982, perturbaba, inquietaba y sobre todo, los llamaba a vivir.
José Luis Cuevas, Elena Poniatowska, Alejandro Aura, Juan García Ponce, Fanny Rabel y muchos otros, la describieron entonces como un demonio, una mujer horrenda y desahuciada, agresiva y delincuente, la ciudad en la que, sin embargo, todos ellos vivían desde entonces, en la que la mayoría de ellos nacieron y donde algunos han muerto. Faltaban todavía cinco años para que los capitalinos pudieran elegir a través del voto a su gobernante y ya algunos, como Juan García Ponce, soñaban con que algún día llegaría un “regente genial a resolverlo todo”. Para el historiador Federico Hernández Serrano, quien en esos días dirigía el Museo de la Ciudad de México, el problema de fondo era el olvido. La gente se ha olvidado de su ciudad, se lamentaba, nadie conoce su historia ni se interesa por su origen. Nadie puede hacer algo por ella, me dijo. A diferencia de García Ponce, José Luis Cuevas no guardaba ninguna esperanza. Nada ni nadie podrá recuperarla, decía el pintor quien, sin embargo, tuvo y sigue teniendo a la ciudad como su permanente fuente de inspiración. Aunque ya entonces añoraba, recordaba con nostalgia los barrios de La Candelaria de los Patos, San Miguel y Puente de Nonoalco donde trabajó, pintó, creó sus dibujos con personajes como las mujeres prostitutas de la calle del Órgano. Una calle que hace 25 años era ya sólo un nombre, un recuerdo, un dolor.
A Alejandro Aura no lo entrevisté entonces, pero sí lo cité en mi artículo. Unos años atrás había recibido el Premio Aguascalientes de Poesía por su libro Volver a Casa. Un libro, íntegro, dedicado a la ciudad. Su ciudad. Decía entonces Alejandro que la última calle de la ciudad no existe. Y es que la ciudad seguía creciendo. Y aún hoy no ha dejado de hacerlo. No es posible, escribió Aura, contar las calles. No es posible manejar la ciudad. Hay que estar inventando palabras nuevas, para simular que la situación se ha dominado.
Hace 25 años Elena Poniatowska ya se sentía agredida por la ciudad. Al recorrerla en automóvil, me contó, sentía un gran temor. Temor a convertirse en agresora. “Cualquier avenida, decía, es un riesgo mortal, una aventura suicida”. Y desde entonces Elena alzaba su voz contra la corrupción, la torpeza, la apatía y la pésima planificación. También la artista plástica Fany Rabel sentía la agresión. Más aún, por ser mujer. Y temía que la ciudad, “algún día llegara a aniquilar las fuerzas de resistencia del ser humano”. Pero Fanny Rabel, permanecía a su lado. Y la convirtió, no solo en parte de su obra, sino en su obra. La miseria citadina, la opresión, su propia angustia en el pincel.
Leo y releo las palabras que hace un cuarto de siglo pronunciaron los artistas y escritores sobre la ciudad y siento que recorro esa ciudad con otras piernas que dicen lo que escribo. Y vuelvo a respirar la insólita soledad que se respira hoy en la ciudad. La soledad de los rostros invisibles y a la que artistas y escritores acusan, en la que se angustian y a la que le reclaman. Un reclamo que, sin embargo, no alcanza el tamaño de su amor.
Hace 25 años Cuevas todavía no le había dado forma a su Giganta, y ni siquiera se imaginaba que el Convento de Santa Inés sería la sede de su museo en pleno Centro Histórico de la ciudad. Pero ya hablaba de la urbe como quien habla de una mujer. Una mujer, decía, a la que se ha amado tanto que ni su marchités y deterioro físico nos impiden seguir amándola. Amada la ciudad, siempre amada también por García Ponce quien estaba convencido de que solamente la gente enamorada ha sido capaz de vivir en ella. “Los que viven en la ciudad, me confesó entonces, lo hacen forzosamente por amor”.
La ciudad como el sitio donde ocurren fantasías y milagros por amor, así la vieron y la siguen viendo. La ciudad de la que no nos iremos, aunque nos vayamos. Como Alejandro Aura que le pidió hace 25 años que lo escuchara. Y le lanzó la advertencia: Óyeme decir que no me iré/la ciudad se morirá conmigo/yo estaré en su fundamento.
Nada ha cambiado tanto. Menos, mucho menos, el amor que sienten por la ciudad los creadores. Quizá algún día ocurra el milagro. Y la ciudad deje de ser el lugar donde los hombres acarician el mal. Entonces estaremos todos en su fundamento.
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