Mujeres pecadoras
Padre, confieso ser culpable de que un montón de hombres hayan pecado, le juro que no se qué me sucedió; padre, no tengo ni la más remota idea en qué estaba pensando cuando me puse la minifalda que me mandó de Estados Unidos la hermana de mi mamá, bien ajustadita; padre, se me ve muy bien, pensé yo, siempre quise tener una así, y no medí las consecuencias. No se me ocurrió pensar que al nomás salir a la calle pondría en apuros a los hombres, a todos los hombres que volteaban a mirarme y en cada mirada un pecado limpio, directo, sin deseo de pecar, padre, pero pecando.
No se que me sucedió, le digo que me atreví a ponerme también la blusa pegadita que hace juego con la falda, se me ve linda, pensé yo, nunca antes me había sentido tan bien, tan bonita, tan segura, padre, eso pensé y me lancé a la calle con la minifalda y la blusa que me mandó mi tía desde Estados Unidos, como regalo por mis 15 años, padre. Le juro que no quise cometer el pecado de hacer pecar a tantos hombres que no hubieran pecado si no me ven salir con mi faldita nueva y mi blusa pegadita.
Los pobres hombres se me quedaban viendo sin decirme nada, ni darme los buenos días, ni nada, padre. Nomás me veían y me veían con unos ojos que yo no reconocía como ojos humanos, y que ahora sé que son los ojos del demonio que se les metió en el cuerpo por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Por no haber tenido piedad de los hombres que ya de por sí la tienen muy difícil en este mundo, como si no tuvieran suficiente con todas las tentaciones que se les presentan a la mitad del día, en la noche, por la madrugada, como para que salga yo con mis piernas al aire, con mis hombros al aire, con mi sonrisa, porque le confieso, padre, que también iba sonriendo, feliz de estar estrenando, después de tanto tiempo de tener la misma ropa, feliz de tener una falda de moda, una blusa que me hace ver rete bonita, padre, feliz de por fin haber cumplido 15 años, pero claro, no supe lo que hacía y menos cuando comencé a platicar con un grupo de chavos de mi colonia, padre, yo los conocía, los había visto siempre, algunos hasta habían sido cuates míos, padre, habíamos jugado canicas de niños, le juro que nunca pensé que también ellos podrían ser víctimas de esos malos pensamientos que les nublan la vista y la razón, y los llevan a cometer un pecado tras otro, limpios, directos los pecados, aunque no quieren pecar, pero pecando.
Todo eso ahora ya lo sé, padre, y pido perdón por el pecado que cometí de obligar a otros a pecar. Ahora ya sé que eso es peor que nada más pecar, y le vengo a ofrecer mis disculpas, padre, con la promesa de no volver a usar ese tipo de ropa del demonio y no mirar nunca más a los hombres a los ojos, ni sonreírles, padre, ni hacer ningún gesto, ni alzar la ceja, cerrar un ojo, acomodarme el cabello que cae sobre mi frente, nada volveré a hacer que provoque a los hombres.
También le prometo, padre, que nunca más voy a quedarme sola con un hombre, aunque sea mi cuate, mi hermano, mi tío o mi papá. Le prometo que no volveré a estar del lado de la perversidad y que cuidaré cada uno de los movimientos de mi mirada tanto como mi ropa. Haré todo cuanto sea posible por no reírme cuando alguien cuente un chiste de doble sentido, padre. Le juro que fingiré que no entiendo los albures, y que nunca en la vida diré algo que pueda mal interpretarse, primero me corto la lengua, me vuelvo muda, meto los ojos en ácido para quedarme ciega; me visto con abrigo, aunque tenga que robarlo, padre. Primero me mato, padre.
Me comprometo también a escribirle a mi tía que vive del otro lado, para decirle que ni se le ocurra volver a enviarme un regalo tan pecaminoso y haré hasta lo imposible por convencerla de que tal y como lo estoy haciendo yo, confiese el pecado de hacer pecar a los hombres y que prometa a la virgencita santa que no volverá a maquillarse los ojos, ni a pintarse la boca, ni hablará más con ningún hombre que no sea su hijo el menor y que deje de usar, de una vez por todas, vestidos con escote. Le explicaré, padre, que si las maras y las pandillas están haciendo de las suyas en la frontera y la ciudad, es por culpa de la tentación en la que caen cuando las mujeres nos ponemos nuestras minifaldas o platicamos o nos carcajeamos frente a los hombres. Luego que no digan que no hay razón para que maten, asesinen, violen, extorsionen, le voy a decir todo eso, padre, para que entre en razón. Para que ayude a que el mundo sea mejor, para que ya no haya tantísima niña que se va a vivir a las calles porque su padre las obliga a quitarse la minifalda y luego las abraza, las golpea, les da de patadas, las lleva con el vecino para que aprendan a no ser tan ofrecidas, tan descaradas, tan culpables de tantos pecados.
Padre, rezaré todos los días cinco rosarios, no volveré a enseñar ni un milímetro de mi cuerpo, ni contaré un chiste más, aunque me lo haya contado usted, padre, le juro que no lo repetiré, ni le diré a nadie que este niño que traigo en el vientre es suyo, pero por favor, padre, por favor, no permita que le suceda lo mismo a mi hermanita que apenas va a cumplir los trece, ayúdeme a convencerla de que no use la minifalda que yo dejé guardada en un cajón, antes de que la echaran a patadas a la calle, padre.
No se que me sucedió, le digo que me atreví a ponerme también la blusa pegadita que hace juego con la falda, se me ve linda, pensé yo, nunca antes me había sentido tan bien, tan bonita, tan segura, padre, eso pensé y me lancé a la calle con la minifalda y la blusa que me mandó mi tía desde Estados Unidos, como regalo por mis 15 años, padre. Le juro que no quise cometer el pecado de hacer pecar a tantos hombres que no hubieran pecado si no me ven salir con mi faldita nueva y mi blusa pegadita.
Los pobres hombres se me quedaban viendo sin decirme nada, ni darme los buenos días, ni nada, padre. Nomás me veían y me veían con unos ojos que yo no reconocía como ojos humanos, y que ahora sé que son los ojos del demonio que se les metió en el cuerpo por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Por no haber tenido piedad de los hombres que ya de por sí la tienen muy difícil en este mundo, como si no tuvieran suficiente con todas las tentaciones que se les presentan a la mitad del día, en la noche, por la madrugada, como para que salga yo con mis piernas al aire, con mis hombros al aire, con mi sonrisa, porque le confieso, padre, que también iba sonriendo, feliz de estar estrenando, después de tanto tiempo de tener la misma ropa, feliz de tener una falda de moda, una blusa que me hace ver rete bonita, padre, feliz de por fin haber cumplido 15 años, pero claro, no supe lo que hacía y menos cuando comencé a platicar con un grupo de chavos de mi colonia, padre, yo los conocía, los había visto siempre, algunos hasta habían sido cuates míos, padre, habíamos jugado canicas de niños, le juro que nunca pensé que también ellos podrían ser víctimas de esos malos pensamientos que les nublan la vista y la razón, y los llevan a cometer un pecado tras otro, limpios, directos los pecados, aunque no quieren pecar, pero pecando.
Todo eso ahora ya lo sé, padre, y pido perdón por el pecado que cometí de obligar a otros a pecar. Ahora ya sé que eso es peor que nada más pecar, y le vengo a ofrecer mis disculpas, padre, con la promesa de no volver a usar ese tipo de ropa del demonio y no mirar nunca más a los hombres a los ojos, ni sonreírles, padre, ni hacer ningún gesto, ni alzar la ceja, cerrar un ojo, acomodarme el cabello que cae sobre mi frente, nada volveré a hacer que provoque a los hombres.
También le prometo, padre, que nunca más voy a quedarme sola con un hombre, aunque sea mi cuate, mi hermano, mi tío o mi papá. Le prometo que no volveré a estar del lado de la perversidad y que cuidaré cada uno de los movimientos de mi mirada tanto como mi ropa. Haré todo cuanto sea posible por no reírme cuando alguien cuente un chiste de doble sentido, padre. Le juro que fingiré que no entiendo los albures, y que nunca en la vida diré algo que pueda mal interpretarse, primero me corto la lengua, me vuelvo muda, meto los ojos en ácido para quedarme ciega; me visto con abrigo, aunque tenga que robarlo, padre. Primero me mato, padre.
Me comprometo también a escribirle a mi tía que vive del otro lado, para decirle que ni se le ocurra volver a enviarme un regalo tan pecaminoso y haré hasta lo imposible por convencerla de que tal y como lo estoy haciendo yo, confiese el pecado de hacer pecar a los hombres y que prometa a la virgencita santa que no volverá a maquillarse los ojos, ni a pintarse la boca, ni hablará más con ningún hombre que no sea su hijo el menor y que deje de usar, de una vez por todas, vestidos con escote. Le explicaré, padre, que si las maras y las pandillas están haciendo de las suyas en la frontera y la ciudad, es por culpa de la tentación en la que caen cuando las mujeres nos ponemos nuestras minifaldas o platicamos o nos carcajeamos frente a los hombres. Luego que no digan que no hay razón para que maten, asesinen, violen, extorsionen, le voy a decir todo eso, padre, para que entre en razón. Para que ayude a que el mundo sea mejor, para que ya no haya tantísima niña que se va a vivir a las calles porque su padre las obliga a quitarse la minifalda y luego las abraza, las golpea, les da de patadas, las lleva con el vecino para que aprendan a no ser tan ofrecidas, tan descaradas, tan culpables de tantos pecados.
Padre, rezaré todos los días cinco rosarios, no volveré a enseñar ni un milímetro de mi cuerpo, ni contaré un chiste más, aunque me lo haya contado usted, padre, le juro que no lo repetiré, ni le diré a nadie que este niño que traigo en el vientre es suyo, pero por favor, padre, por favor, no permita que le suceda lo mismo a mi hermanita que apenas va a cumplir los trece, ayúdeme a convencerla de que no use la minifalda que yo dejé guardada en un cajón, antes de que la echaran a patadas a la calle, padre.
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