Pena de muerte a la insensibilidad
Mi gran ciudad de México:
el fondo de tu sexo es un criadero
de claras fortalezas.
Efraín Huerta
Caminé por las calles de la ciudad, entrada ya la noche. Vencí el miedo, no pensando en el miedo. Pensé en la soledad de la ciudad, a cualquier hora saturada de automóviles, gente, humo, griterío, pero sola. Una ciudad ocupada que sufre el abandono. Una ciudad sitiada que aúlla entre escombros su tristeza, y duda de las miradas de aquellos que la habitan.
Ya casi nadie la mira.
Ya casi nadie le llama por su nombre, ni le inventa poemas. Ya nadie le canta los cantos de aves y flores que escribieron para ella sobre las piedras y más tarde en los libros, donde los poetas declaraban, abierto, su amor a la ciudad. Pero hoy está rota la ciudad, dividido en dos su cuerpo de asfalto y yerba.
Dicen que habrán de salvarla. A la ciudad de México y a todas las ciudades del país. Que van a encerrar a los criminales, a barrer con una escoba de plomo a los secuestradores. Dicen que van a emprender una cruzada sin tregua contra los delincuentes. Ojalá encarcelen también a quienes le arrancan a los sueños los ojos; ojalá cuelguen de un poste inmenso al miedo, la rabia, el dolor, el hastío, la ansiedad que produce la escasez de espacios donde rozarle la piel a la ciudad de antes. La ciudad que se entregaba lentamente a los niños que reían, como Efraín Huerta lo consignó en su poesía. La ciudad pura, cariñosa, en cuyos jardines los pájaros solían vivir limpiamente.
Los hombres y las mujeres reclaman. Reclaman de otro modo también los recién nacidos, los niños que ven la televisión siete, ocho horas al día, los jóvenes apuñalados, los que bailan, los que se conectan a las páginas pornográficas dos o tres veces al día, porque no hay manera de salir, es tarde, te vaya a pasar algo, no me deja mi mamá estar en la calle, le dicen sus amigos a mi hijo. Y reclaman también los mayores que aman todavía a la vida, como mi madre, que a sus 84 años baila de tanto en tanto cha cha cha y sale en busca de música y sabores, aunque haya perdido un anillo, tres bolsas y dos relojes a tirones.
Los procuradores, las autoridades todas se comprometen a responder con celeridad. Dicen que saben que de no hacerlo, se corre el riesgo de vivir en el caos más terrible de la historia. El caos que ya vivimos. El caos dentro del caos y afuera del caos, la sombra. La impunidad abriendo la puerta a un discurso que pretende apuñalarlo. A gritos acabar la impunidad, a ladridos, a berridos, a golpe de caos, lo que todos reclaman es una ley que otorgue pena de muerte a la impunidad. A toda impunidad.
La impunidad que ejercen aquellos que deciden quién habrá de salvarse del caos. Quién tiene el derecho a asistir todos los días a la escuela, llegar a la universidad, obtener un trabajo y un puesto en el poder. Y quién en cambio, tendrá que abandonar las aulas para trabajar en una casa, en un basurero, en un restaurante, en una esquina. La impunidad que arroja a las calles a menores de edad, la que concede servicios de salud a medias, la que permite que aún existan en México niños que mueren de hambre. O que a los cinco años ya han sido violados en dos, en tres ocasiones.
Que se vistan millones de personas de blanco, que enciendan velas, que salgan a las calles de todo el país; de todos los países donde se escuchan las voces de México. Que lo hagan y no dejen de hacerlo nunca. Que sigan iluminando las calles hasta incendiar el caos, la inseguridad, la corrupción, la tristeza, la soledad de la ciudad, la impunidad y los ojos cerrados de la ley.
Que abran los ojos las autoridades, que ya no pronuncien tantísimos discursos, que se dejen de firmar y firmar uno y otro acuerdo; que entiendan, que sientan la urgencia, que hagan lo que tienen que hacer y que castiguen, con cadena perpetua, su propia insensibilidad. Esa es la demanda, el grito, ese es el sueño.
Y más allá del sueño, ya despiertos, hay quienes, de blanco o de colores, diseñan estrategias para detonar, al centro de la ciudad, el poema que la salve y le devuelva su ancho corazón de piedra y aire que algún día le miró otro poeta. Antes de que muera.
Ya casi nadie la mira.
Ya casi nadie le llama por su nombre, ni le inventa poemas. Ya nadie le canta los cantos de aves y flores que escribieron para ella sobre las piedras y más tarde en los libros, donde los poetas declaraban, abierto, su amor a la ciudad. Pero hoy está rota la ciudad, dividido en dos su cuerpo de asfalto y yerba.
Dicen que habrán de salvarla. A la ciudad de México y a todas las ciudades del país. Que van a encerrar a los criminales, a barrer con una escoba de plomo a los secuestradores. Dicen que van a emprender una cruzada sin tregua contra los delincuentes. Ojalá encarcelen también a quienes le arrancan a los sueños los ojos; ojalá cuelguen de un poste inmenso al miedo, la rabia, el dolor, el hastío, la ansiedad que produce la escasez de espacios donde rozarle la piel a la ciudad de antes. La ciudad que se entregaba lentamente a los niños que reían, como Efraín Huerta lo consignó en su poesía. La ciudad pura, cariñosa, en cuyos jardines los pájaros solían vivir limpiamente.
Los hombres y las mujeres reclaman. Reclaman de otro modo también los recién nacidos, los niños que ven la televisión siete, ocho horas al día, los jóvenes apuñalados, los que bailan, los que se conectan a las páginas pornográficas dos o tres veces al día, porque no hay manera de salir, es tarde, te vaya a pasar algo, no me deja mi mamá estar en la calle, le dicen sus amigos a mi hijo. Y reclaman también los mayores que aman todavía a la vida, como mi madre, que a sus 84 años baila de tanto en tanto cha cha cha y sale en busca de música y sabores, aunque haya perdido un anillo, tres bolsas y dos relojes a tirones.
Los procuradores, las autoridades todas se comprometen a responder con celeridad. Dicen que saben que de no hacerlo, se corre el riesgo de vivir en el caos más terrible de la historia. El caos que ya vivimos. El caos dentro del caos y afuera del caos, la sombra. La impunidad abriendo la puerta a un discurso que pretende apuñalarlo. A gritos acabar la impunidad, a ladridos, a berridos, a golpe de caos, lo que todos reclaman es una ley que otorgue pena de muerte a la impunidad. A toda impunidad.
La impunidad que ejercen aquellos que deciden quién habrá de salvarse del caos. Quién tiene el derecho a asistir todos los días a la escuela, llegar a la universidad, obtener un trabajo y un puesto en el poder. Y quién en cambio, tendrá que abandonar las aulas para trabajar en una casa, en un basurero, en un restaurante, en una esquina. La impunidad que arroja a las calles a menores de edad, la que concede servicios de salud a medias, la que permite que aún existan en México niños que mueren de hambre. O que a los cinco años ya han sido violados en dos, en tres ocasiones.
Que se vistan millones de personas de blanco, que enciendan velas, que salgan a las calles de todo el país; de todos los países donde se escuchan las voces de México. Que lo hagan y no dejen de hacerlo nunca. Que sigan iluminando las calles hasta incendiar el caos, la inseguridad, la corrupción, la tristeza, la soledad de la ciudad, la impunidad y los ojos cerrados de la ley.
Que abran los ojos las autoridades, que ya no pronuncien tantísimos discursos, que se dejen de firmar y firmar uno y otro acuerdo; que entiendan, que sientan la urgencia, que hagan lo que tienen que hacer y que castiguen, con cadena perpetua, su propia insensibilidad. Esa es la demanda, el grito, ese es el sueño.
Y más allá del sueño, ya despiertos, hay quienes, de blanco o de colores, diseñan estrategias para detonar, al centro de la ciudad, el poema que la salve y le devuelva su ancho corazón de piedra y aire que algún día le miró otro poeta. Antes de que muera.
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