Ganar la guerra
Ya tenía casi dos meses de haber muerto, nos lo recordó Milagros Revenga, su esposa madrileña que había pasado la mayor parte de ese tiempo en México. Después dio las gracias a las miles de personas que solicitaron al Gobierno de la Ciudad que le entregaran póstumamente la Medalla 1808 a Alejandro. La misma que le concedieron en mayo a Carlos Monsiváis y ese día, el 15 de septiembre, a cuatro historiadores mexicanos (Miguel León Portilla, Josefina Z. Vázquez, Ernesto de la Torre y Moisés González Navarro) y a cuatro extranjeros (François Chevalier, F. Katz, David Brading y H. Pietchmann). La ceremonia fue en el Salón de Cabildos del Antiguo Palacio del Ayuntamiento, un sitio que sin duda a cualquiera impone. Creí que Milagros se pondría nerviosa a la hora de pronunciar su discurso. La banda militar, el himno, el saludo a la bandera que ninguno, o casi ninguno de los presentes lo hicimos correctamente; los retratos tamaño natural de Hidalgo, Morelos, Primo de Verdad, como testigos que miran con ojos quietos lo que nunca vieron, para custodiarlo, para guardarlo en ese salón que tanto impone, estremece, perturba. Pero Milagros no titubeó. Compartió con los asistentes la experiencia de otros homenajes que se le han hecho a Alejandro. Narró lo que la gente cuenta, lo que opina, lo que le duele de su ausencia, pero sobre todo, lo que Alejandro Aura no sólo fue, sino lo que aún es. Y lo que seguirá siendo.
Alejandro Aura fue un gran descubridor. Descubrió el arte, la lectura, la risa, las calles, plazas, teatros, estudios, cabinas. Pero descubrió sobre todo a la gente y creyó en ella. En los artistas, en los escritores, en los chavos banda, en los actores, en los poetas, en los teporochos, en los pintores, en los escultores. Pero sobre todo creyó en los desvalidos, en los marginados, en los desprotegidos, en los desamparados; en los más indefensos. En aquéllos a quienes les arrancaron toda posibilidad de recibir una caricia, un techo, un libro, un amor. Y un día Alejandro descubrió el instrumento que, pensó, podría salvarlos de tal marginación: la cultura. Por ello, la sacó a las calles, aventó libros en todas las esquinas; abrió las puertas de las plazas, colocó gradas imaginarias, montó escenarios en las aceras e invitó a quien quiso escucharlo a hacer todo eso suyo. A recuperarlo, como Milagros nos recordó que decía Alejandro, “para el goce artístico, para el placer de la imaginación y para la convivencia”.
El goce artístico y el placer de la imaginación lo sintieron miles de los jóvenes que cuando Alejandro era el encargado de la cultura en la Ciudad de México, deambulaban sin oficio por las calles. Viendo de a cómo, de a cuánto la limpiada de parabrisas, los malabares, el fuego en la boca, para contar por la noche lo ganado y comprobar que no alcanzaba más que para un gansito, un bolillo y si acaso un jarrito para la sed. Pero el hambre, lo que se dice el hambre, seguía ahí, reventando la piel y la fuerza para seguir sin una aspiradita de cemento o sin el contenido de una cartera ajena, un anillo, aquel reloj, el coche del que se deje robar. A fines de los noventa, un puñado de esos jóvenes se integró a alguno de los programas de Aura y sintió el goce, el placer que provoca crear, aprender, producir, sentir. Y convivir con otros que descubren que ejercer la violencia carece de sentido cuando hay un espacio para imaginar, gozar, leer, escuchar, compartir y vivir de ello, vivir. Un espacio que, en medio de tanta insensatez, alce el deseo. El deseo de una ciudad reacia ya a mirarse al espejo.
Alejandro Aura tenía 30 años cuando supo cuál era y sería su relación con la ciudad. También eso nos lo recordó Milagros en su discurso de palabras de carne rosada. Y luego se puso a leer unos versos del poema Hacer ciudades en donde se le oye decir a Alejandro que no se irá. E insta al solitario a partir, al robusto padre de familia, al hombre común de cara lisa, los insta a partir de la ciudad. Pero a él se le escucha decir que no se irá. Que la ciudad se morirá con él. Y estará en su fundamento. Mientras esta ciudad exista, terminó su discurso Milagros, Alejandro Aura estará vivo.
Está con nosotros, dijo Marcelo Ebrard después de entregar a los historiadores y a Milagros la medalla-escultura. Había escuchado atentamente a Milagros. Y lo sintió. Sintió que ahí estaba. El Jefe de Gobierno también invitó ese día a abrirle la puerta a la esperanza. No sé si al decirlo pensaba en los más de 100 mil adolescentes que todos los días deambulan por las calles de la ciudad sin oficio. Sin trabajo, sin escuela. Sin nadie que les haya dicho que todavía hay espacio para abrir espacio. Que todavía hay quien se encarga de que no se apague la luz del Faro de Oriente, ni deje de soplar el viento en el Circo Volador. Que aún hay versos en los libros que calman la angustia, placer en la página en blanco, en el lienzo, en el muro. Yo sí pensaba en ellos mientras lo escuchaba. Y en la urgencia de que alguien entienda que lo que verdaderamente se le reconoce a Aura es haber descubierto que la cultura es el más eficiente, si no el único método para combatir el desamparo, la soledad y sobre todo la violencia. La violencia presente y los años futuros de violencia.
François Chevalier tiene 94 años de edad. Después de la ceremonia salí con él al Zócalo. La lluvia le dio risa. La multitud, calor. Llevaba bajo el brazo la Medalla 1808 que el artista Juan Manuel de la Rosa, por encargo de la Comisión del Bicentenario de la Ciudad de México, diseñó para todos aquellos que algo han hecho para hacer más habitable, más justa, más viva, a esta ciudad. Juan Manuel de la Rosa, uno de los más cercanos amigos de Alejandro Aura, grabó en la medalla un rostro de la ciudad. Su rostro de luz y de agua.
Aún bajo la lluvia, aún con la risa de Chevalier saltando en su mirada sabia, el 15 de septiembre en el Zócalo capitalino se sintió la onda expansiva de la granada que la mano de la sinrazón arrojó en Morelia. Los daños causados no han sido contabilizados en su totalidad. Quizá sea imposible hacerlo. Una herida abrirá otra, y otra y otra. Se perderá la cuenta. Entonces esta ciudad y todas las ciudades serán cada día más invivibles, más crueles, más fieras. Y todos los Alejandro Aura morirán. A menos que las autoridades entiendan que sembrar minas de cultura bajo el asfalto es la mejor estrategia para ganar esta guerra. Esta guerra contra el miedo y el horror que tanto duele.
Alejandro Aura fue un gran descubridor. Descubrió el arte, la lectura, la risa, las calles, plazas, teatros, estudios, cabinas. Pero descubrió sobre todo a la gente y creyó en ella. En los artistas, en los escritores, en los chavos banda, en los actores, en los poetas, en los teporochos, en los pintores, en los escultores. Pero sobre todo creyó en los desvalidos, en los marginados, en los desprotegidos, en los desamparados; en los más indefensos. En aquéllos a quienes les arrancaron toda posibilidad de recibir una caricia, un techo, un libro, un amor. Y un día Alejandro descubrió el instrumento que, pensó, podría salvarlos de tal marginación: la cultura. Por ello, la sacó a las calles, aventó libros en todas las esquinas; abrió las puertas de las plazas, colocó gradas imaginarias, montó escenarios en las aceras e invitó a quien quiso escucharlo a hacer todo eso suyo. A recuperarlo, como Milagros nos recordó que decía Alejandro, “para el goce artístico, para el placer de la imaginación y para la convivencia”.
El goce artístico y el placer de la imaginación lo sintieron miles de los jóvenes que cuando Alejandro era el encargado de la cultura en la Ciudad de México, deambulaban sin oficio por las calles. Viendo de a cómo, de a cuánto la limpiada de parabrisas, los malabares, el fuego en la boca, para contar por la noche lo ganado y comprobar que no alcanzaba más que para un gansito, un bolillo y si acaso un jarrito para la sed. Pero el hambre, lo que se dice el hambre, seguía ahí, reventando la piel y la fuerza para seguir sin una aspiradita de cemento o sin el contenido de una cartera ajena, un anillo, aquel reloj, el coche del que se deje robar. A fines de los noventa, un puñado de esos jóvenes se integró a alguno de los programas de Aura y sintió el goce, el placer que provoca crear, aprender, producir, sentir. Y convivir con otros que descubren que ejercer la violencia carece de sentido cuando hay un espacio para imaginar, gozar, leer, escuchar, compartir y vivir de ello, vivir. Un espacio que, en medio de tanta insensatez, alce el deseo. El deseo de una ciudad reacia ya a mirarse al espejo.
Alejandro Aura tenía 30 años cuando supo cuál era y sería su relación con la ciudad. También eso nos lo recordó Milagros en su discurso de palabras de carne rosada. Y luego se puso a leer unos versos del poema Hacer ciudades en donde se le oye decir a Alejandro que no se irá. E insta al solitario a partir, al robusto padre de familia, al hombre común de cara lisa, los insta a partir de la ciudad. Pero a él se le escucha decir que no se irá. Que la ciudad se morirá con él. Y estará en su fundamento. Mientras esta ciudad exista, terminó su discurso Milagros, Alejandro Aura estará vivo.
Está con nosotros, dijo Marcelo Ebrard después de entregar a los historiadores y a Milagros la medalla-escultura. Había escuchado atentamente a Milagros. Y lo sintió. Sintió que ahí estaba. El Jefe de Gobierno también invitó ese día a abrirle la puerta a la esperanza. No sé si al decirlo pensaba en los más de 100 mil adolescentes que todos los días deambulan por las calles de la ciudad sin oficio. Sin trabajo, sin escuela. Sin nadie que les haya dicho que todavía hay espacio para abrir espacio. Que todavía hay quien se encarga de que no se apague la luz del Faro de Oriente, ni deje de soplar el viento en el Circo Volador. Que aún hay versos en los libros que calman la angustia, placer en la página en blanco, en el lienzo, en el muro. Yo sí pensaba en ellos mientras lo escuchaba. Y en la urgencia de que alguien entienda que lo que verdaderamente se le reconoce a Aura es haber descubierto que la cultura es el más eficiente, si no el único método para combatir el desamparo, la soledad y sobre todo la violencia. La violencia presente y los años futuros de violencia.
François Chevalier tiene 94 años de edad. Después de la ceremonia salí con él al Zócalo. La lluvia le dio risa. La multitud, calor. Llevaba bajo el brazo la Medalla 1808 que el artista Juan Manuel de la Rosa, por encargo de la Comisión del Bicentenario de la Ciudad de México, diseñó para todos aquellos que algo han hecho para hacer más habitable, más justa, más viva, a esta ciudad. Juan Manuel de la Rosa, uno de los más cercanos amigos de Alejandro Aura, grabó en la medalla un rostro de la ciudad. Su rostro de luz y de agua.
Aún bajo la lluvia, aún con la risa de Chevalier saltando en su mirada sabia, el 15 de septiembre en el Zócalo capitalino se sintió la onda expansiva de la granada que la mano de la sinrazón arrojó en Morelia. Los daños causados no han sido contabilizados en su totalidad. Quizá sea imposible hacerlo. Una herida abrirá otra, y otra y otra. Se perderá la cuenta. Entonces esta ciudad y todas las ciudades serán cada día más invivibles, más crueles, más fieras. Y todos los Alejandro Aura morirán. A menos que las autoridades entiendan que sembrar minas de cultura bajo el asfalto es la mejor estrategia para ganar esta guerra. Esta guerra contra el miedo y el horror que tanto duele.
1 comentario:
Me gustó mucho el altar que montaste de Aura y su hija, y además te felicito por tu conferencia sobre la tradición del Día de Muertos.
Ana Martha Ibarra
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