Carlos Fuentes y el dolor de creer
“Arrastraban los cuerpos y las cabezas (…)
una montaña de cabezas mirándose sin verse allí.
Como se cansaron de decapitar
a los demás nos dejaron afuera”
(Carlos Fuentes en “Todas las familias felices”)
Que es el novelista de la burguesía; que él mismo parece un empresario de alcurnia; que tiene unos modales exquisitos, habla cuatro o cinco idiomas, ha viajado por el mundo desde que nació y por si algo faltaba tiene un excelente gusto. Todo eso escuchaba yo decir de adolescente en la sobremesa de la casa de mis tías. Se referían a Carlos Fuentes. Hablaban más de él que de su obra, por lo que yo crecí convencida de que, en el mundo de mis tías, el escritor estaba siempre en un segundo plano, y en el hombre, en cambio, estaba la vida, la atracción, el objeto mismo del deseo, ya un poco marchito, de mis tías.
Cuando lo conocí comprobé que en efecto, es un hombre gentil. En las no se cuántas conferencias o ruedas de prensa a las que asistí en diversos países del mundo, siempre comenzaba la sesión de preguntas con México. “Que comience México”, decía Fuentes y me señalaba con su sonrisa azul, una sonrisa que parecía feliz.
Terminé de leer hace poco Todas las familias felices, su más reciente libro de cuentos. No he dejado de recomendarlo, se quedó como hilvanado en mis manos; no consigo soltarlo de mis conversaciones ni de mis sueños. En la calle, en el Parque Hundido, en la carretera que conduce a los volcanes, en la que va al Desierto de los Leones, en Tepito, en los ojos de los niños desamparados, en los cuerpos de las madres que paren a golpes en las calles, en un cabaret cercano al Monumento a la Madre, en todos estos sitios rondan los personajes de Carlos Fuentes. Un Carlos Fuentes que conoce tan bien su ciudad que no puede dejar de amarla, aunque la odie, aunque la deteste, aunque le tenga rencor.
Hay rencor en Todas las familias felices. Hay rencor no sólo a la violencia callejera, sino a la que ejercen los poderosos, los jóvenes que viajan a Las Vegas, los que se sienten con el derecho a poseer a todas las mujeres que miran. Lo hay también en los sacerdotes que viajan, de pueblo en pueblo, acompañados de una niña. Hay rencor, pero sobre todo hay denuncia. Una denuncia que transgrede la ficción, que dispara olores pestilentes, que hiere, que hace sangrar al alma.
Todas las familias felices es un libro valiente. Para el escritor y también para el lector. Es como tener un cirio encendido en la montaña, es ver a la llama cambiar su forma con el viento. Y aguantar. Seguir leyendo hasta el final las historias de muerte y de vida en lmedio de la muerte a las que siguen los coros que Fuentes creó por si faltaba algo, por si no había sido suficiente, por si todavía uno pensaba que era posible terminar de leer uno de los cuentos y quedarse tan tranquilo. No. Da uno la vuelta a la hoja y se encuentra, por ejemplo, con el coro de las familias del barrio que cantan las palabras escritas con voces invisibles. Los niños de la calle que corean las historias de todos los que nacieron en la calle, los que fueron paridos en la calle, porque la calle, dice Fuentes, “es el vientre, los riachuelos, nuestra leche, los basureros nuestro ovario”. Los niños que cantan en la palabra escrita de Fuentes son limpiaparabrisas, franeleros, mendigos, rateros, niños abandonados que viven como pueden y que mueren como pinches cucarachas.
Es un libro valiente el de Carlos Fuentes. Es atrevido también porque hurga en la memoria enterrada. Y consigue que renazcan horrores antiguos, inhumados casi, en el olvido. Entre un cuento y otro salta de pronto El Salvador de los años 70 y 80. El Salvador de los cuerpos tirados en las calles, decapitados. El de los 300 asesinados con fusiles del ejército en las puertas de la Catedral. El Salvador de los niños con las cabezas cortadas a machetazos, el niño sobreviviente que mira la cabeza de su madre atada a una verja. El Salvador que quiso creer en que era posible hacer a un lado el horror y aprendió a empuñar al horror. A hacerlo suyo, a llevarlo prendido años después, en el tatuaje de la piel de sus hijos, las Maras Salvatruchas, las maras madres de todas las bandas. Las maras sin madre.
Hay que agradecerle a Fuentes que nos recuerde lo que sucedió en El Salvador, pero hay que leer despacito, uno a uno, los cuentos y los cantos de Todas las familias felices. Y sobre todo hay que atrevernos a mirar a cada personaje a los ojos, hablarle, arrojarle todo tipo de preguntas sobre su boca abierta y bucearle el alma hasta encontrar el espejo.
Todas las familias felices es también un espejo. El espejo que Fuentes desentierra y coloca frente a México. Un espejo que denuncia sí, pero que también anuncia lo que ya está aquí y lo que está todavía por venir. Para que nos atrevamos a alumbrar la sombra de las palabras. Para que nos atrevamos a enfrentar el reto de seguir creyendo. Aunque el dolor nos reviente la esperanza.
Cuando lo conocí comprobé que en efecto, es un hombre gentil. En las no se cuántas conferencias o ruedas de prensa a las que asistí en diversos países del mundo, siempre comenzaba la sesión de preguntas con México. “Que comience México”, decía Fuentes y me señalaba con su sonrisa azul, una sonrisa que parecía feliz.
Terminé de leer hace poco Todas las familias felices, su más reciente libro de cuentos. No he dejado de recomendarlo, se quedó como hilvanado en mis manos; no consigo soltarlo de mis conversaciones ni de mis sueños. En la calle, en el Parque Hundido, en la carretera que conduce a los volcanes, en la que va al Desierto de los Leones, en Tepito, en los ojos de los niños desamparados, en los cuerpos de las madres que paren a golpes en las calles, en un cabaret cercano al Monumento a la Madre, en todos estos sitios rondan los personajes de Carlos Fuentes. Un Carlos Fuentes que conoce tan bien su ciudad que no puede dejar de amarla, aunque la odie, aunque la deteste, aunque le tenga rencor.
Hay rencor en Todas las familias felices. Hay rencor no sólo a la violencia callejera, sino a la que ejercen los poderosos, los jóvenes que viajan a Las Vegas, los que se sienten con el derecho a poseer a todas las mujeres que miran. Lo hay también en los sacerdotes que viajan, de pueblo en pueblo, acompañados de una niña. Hay rencor, pero sobre todo hay denuncia. Una denuncia que transgrede la ficción, que dispara olores pestilentes, que hiere, que hace sangrar al alma.
Todas las familias felices es un libro valiente. Para el escritor y también para el lector. Es como tener un cirio encendido en la montaña, es ver a la llama cambiar su forma con el viento. Y aguantar. Seguir leyendo hasta el final las historias de muerte y de vida en lmedio de la muerte a las que siguen los coros que Fuentes creó por si faltaba algo, por si no había sido suficiente, por si todavía uno pensaba que era posible terminar de leer uno de los cuentos y quedarse tan tranquilo. No. Da uno la vuelta a la hoja y se encuentra, por ejemplo, con el coro de las familias del barrio que cantan las palabras escritas con voces invisibles. Los niños de la calle que corean las historias de todos los que nacieron en la calle, los que fueron paridos en la calle, porque la calle, dice Fuentes, “es el vientre, los riachuelos, nuestra leche, los basureros nuestro ovario”. Los niños que cantan en la palabra escrita de Fuentes son limpiaparabrisas, franeleros, mendigos, rateros, niños abandonados que viven como pueden y que mueren como pinches cucarachas.
Es un libro valiente el de Carlos Fuentes. Es atrevido también porque hurga en la memoria enterrada. Y consigue que renazcan horrores antiguos, inhumados casi, en el olvido. Entre un cuento y otro salta de pronto El Salvador de los años 70 y 80. El Salvador de los cuerpos tirados en las calles, decapitados. El de los 300 asesinados con fusiles del ejército en las puertas de la Catedral. El Salvador de los niños con las cabezas cortadas a machetazos, el niño sobreviviente que mira la cabeza de su madre atada a una verja. El Salvador que quiso creer en que era posible hacer a un lado el horror y aprendió a empuñar al horror. A hacerlo suyo, a llevarlo prendido años después, en el tatuaje de la piel de sus hijos, las Maras Salvatruchas, las maras madres de todas las bandas. Las maras sin madre.
Hay que agradecerle a Fuentes que nos recuerde lo que sucedió en El Salvador, pero hay que leer despacito, uno a uno, los cuentos y los cantos de Todas las familias felices. Y sobre todo hay que atrevernos a mirar a cada personaje a los ojos, hablarle, arrojarle todo tipo de preguntas sobre su boca abierta y bucearle el alma hasta encontrar el espejo.
Todas las familias felices es también un espejo. El espejo que Fuentes desentierra y coloca frente a México. Un espejo que denuncia sí, pero que también anuncia lo que ya está aquí y lo que está todavía por venir. Para que nos atrevamos a alumbrar la sombra de las palabras. Para que nos atrevamos a enfrentar el reto de seguir creyendo. Aunque el dolor nos reviente la esperanza.
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