El otro riesgo
Dicen que todavía ni siquiera comienza lo más duro. Que los mexicanos no tenemos ni idea de lo que será esta crisis económica mundial. Ni cuánto nos afectará. Dicen que alcanzará dimensiones aún mayores que las de 1929. Que aquella debacle solamente la pudieron contener con una guerra. Dicen todo eso y comienzan a contar casos particulares de una empresa, de una cadena de tiendas, de una y otra familia que están perdiendo su fortuna. Luego vienen las especulaciones sobre los suicidios. Sucederá o no lo mismo que en el 29, cuando los más afectados o los más enajenados, se tiraban al abismo de asfalto desde lo alto de los edificios financieros.
Muerto su dios en la guerra de papel, no quedaba sino el vacío de esperanza en sus cerebros. No quedaba sino morir.
Los medios de comunicación difunden una tras otra, las caídas de las bolsas de todo el mundo. Algunas de mis amigas compran por primera vez en su vida, dos o tres periódicos el mismo día. Vi a una de ellas deshacerse de todas las secciones para quedarse solamente con la financiera. Le pedí la primera plana. “Esa solo habla de los muertos del día”, me dijo mientras me la entregaba sin ver mi rostro atónito. En cosa de una semana, la violencia dejó de ser el motivo de los desvelos de los mexicanos. La ansiedad tiene de pronto otro semblante. Se hablan menos, mucho menos sobre los secuestros, las cabezas cortadas, los campesinos acribillados, las inverosímiles historias sobre la participación de un grupo de albañiles en los cárteles de la droga. En unos cuantos días parecen haber dejado de turbarse con las noticias de los narco mensajes que amenazan con ensanchar los límites del horror. Y por momentos da la impresión de que ya nadie se preocupa del futuro político de éste país.
Hasta los que nada tienen que perder, pierden el sueño, la tranquilidad, la paz interna. Conozco a una persona que no se ha sentado a escuchar música, ni a leer un libro, ni a mirar como va entrando la noche a la tierra, en toda una semana. Y lo peor es que en siete días completos, no ha reído. Antes no podía pasar ni unas horas sin música. Y menos dejar de inventar ocurrencias para ejercitar su derecho a reír y hacer reír. O dormir sin leer aunque fuera un pedacito de algún libro. Hasta los que no han invertido sus ahorros en la bolsa de valores, comienzan a sentirse afectados, intranquilos, vulnerables. El desasosiego se contagia. Aunque no sepan exactamente qué está sucediendo, ni en qué va a parar todo esto, despiertan sobresaltados en la madrugada. Los perturba el temor ajeno. La angustia de ver morir una vez más a su dios de papel.
Dicen que la crisis está apenas dando sus primeros pasos. Y es cuando la alarma se dispara. El miedo se apodera de las palabras, no hay otro tema en los discursos, en las frases, en los pensamientos. Nadie calla. Y cuando se agota el tema, o alguien intenta agotarlo, la incertidumbre que flota en el ambiente se arma. Y la gente comienza a arrojar, una tras otra, palabras agresivas. Aunque no haya razón alguna para hacerlo. Aunque se esté hablando sobre la amistad o sobre los hijos, el amor, el tiempo, los proyectos que una tarde, sin proponérnoslo, diseñamos; aunque se esté hablando de recuerdos antiguos, de historias contadas por las abuelas, la agresión se abre paso. Agoniza la risa en las reuniones. Se quedan sin lengua las carcajadas. Escasean las caricias. Se paraliza el deseo de sentir que aún estamos vivos. Y que entre los placeres del cuerpo, la risa ocupa un lugar privilegiado.
La risa sonora que vuela sin abandonarnos cuando la invitamos a expresarse.
Nada hay peor que depender de los secretos de un dios efímero, nada más lacerante que el arrancarle la piel a lo cotidiano y dejar de desear el deseo que nos funda. El deseo de mirar el rostro matinal del mundo. Y creer en las manos que escriben, en las que aran, en las que dibujan, bailan, tocan un instrumento, acarician.
Muerto su dios en la guerra de papel, no quedaba sino el vacío de esperanza en sus cerebros. No quedaba sino morir.
Los medios de comunicación difunden una tras otra, las caídas de las bolsas de todo el mundo. Algunas de mis amigas compran por primera vez en su vida, dos o tres periódicos el mismo día. Vi a una de ellas deshacerse de todas las secciones para quedarse solamente con la financiera. Le pedí la primera plana. “Esa solo habla de los muertos del día”, me dijo mientras me la entregaba sin ver mi rostro atónito. En cosa de una semana, la violencia dejó de ser el motivo de los desvelos de los mexicanos. La ansiedad tiene de pronto otro semblante. Se hablan menos, mucho menos sobre los secuestros, las cabezas cortadas, los campesinos acribillados, las inverosímiles historias sobre la participación de un grupo de albañiles en los cárteles de la droga. En unos cuantos días parecen haber dejado de turbarse con las noticias de los narco mensajes que amenazan con ensanchar los límites del horror. Y por momentos da la impresión de que ya nadie se preocupa del futuro político de éste país.
Hasta los que nada tienen que perder, pierden el sueño, la tranquilidad, la paz interna. Conozco a una persona que no se ha sentado a escuchar música, ni a leer un libro, ni a mirar como va entrando la noche a la tierra, en toda una semana. Y lo peor es que en siete días completos, no ha reído. Antes no podía pasar ni unas horas sin música. Y menos dejar de inventar ocurrencias para ejercitar su derecho a reír y hacer reír. O dormir sin leer aunque fuera un pedacito de algún libro. Hasta los que no han invertido sus ahorros en la bolsa de valores, comienzan a sentirse afectados, intranquilos, vulnerables. El desasosiego se contagia. Aunque no sepan exactamente qué está sucediendo, ni en qué va a parar todo esto, despiertan sobresaltados en la madrugada. Los perturba el temor ajeno. La angustia de ver morir una vez más a su dios de papel.
Dicen que la crisis está apenas dando sus primeros pasos. Y es cuando la alarma se dispara. El miedo se apodera de las palabras, no hay otro tema en los discursos, en las frases, en los pensamientos. Nadie calla. Y cuando se agota el tema, o alguien intenta agotarlo, la incertidumbre que flota en el ambiente se arma. Y la gente comienza a arrojar, una tras otra, palabras agresivas. Aunque no haya razón alguna para hacerlo. Aunque se esté hablando sobre la amistad o sobre los hijos, el amor, el tiempo, los proyectos que una tarde, sin proponérnoslo, diseñamos; aunque se esté hablando de recuerdos antiguos, de historias contadas por las abuelas, la agresión se abre paso. Agoniza la risa en las reuniones. Se quedan sin lengua las carcajadas. Escasean las caricias. Se paraliza el deseo de sentir que aún estamos vivos. Y que entre los placeres del cuerpo, la risa ocupa un lugar privilegiado.
La risa sonora que vuela sin abandonarnos cuando la invitamos a expresarse.
Nada hay peor que depender de los secretos de un dios efímero, nada más lacerante que el arrancarle la piel a lo cotidiano y dejar de desear el deseo que nos funda. El deseo de mirar el rostro matinal del mundo. Y creer en las manos que escriben, en las que aran, en las que dibujan, bailan, tocan un instrumento, acarician.
Dicen que lo peor aún no llega. Que todavía falta que se desplome en cenizas el sistema financiero. Que los mexicanos ni idea tenemos de lo que vendrá. Dicen todo eso y me aterra la daga en la palabra, la agonía del deseo, el futuro sin piel que busque sin detenerse nuevos amores. Me aterra el dominio que ejerce un dios de papel. Y el riesgo de perderlo todo.
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