lunes, marzo 9

¿Elegir morir?

Si fuera posible decidir el día, la hora, el lugar donde morir, estoy casi segura de que nadie lo haría. O casi nadie. Es difícil decidir morir. Desear morir. Aun para aquellos que ya recorrieron las montañas, los bosques y los valles de la vida. Es difícil tocarle la mirada a la muerte que mira de frente a todo aquel que testifica, paso a paso, el lento deterioro de la vida. No, nadie, ningún anciano por propia voluntad desea marcharse. Por más insumisas las piernas, por más rígidas las manos, sexo, dedos, cintura. Por más despobladas las uñas y cobarde la memoria, la vida ata al dolor, silencia al discurso pronunciado desde la razón, vence a la voluntad manifiesta de descansar, al fin, en el etéreo espacio donde el alma, desnuda, asume el mando.

Cuando la vida escapa, nada importa más que conservar la vida.

Me lo dijo una mujer de 90 años. Después me pidió que me acercara para susurrarme al oído el nombre del más temido de sus enemigos. Es el tiempo, confesó. El tiempo que lame dulcemente mi cerebro, como si yo fuera roca y él, mar. Eso me dijo y me quedé sin ninguna palabra que darle, ni una frase para responderle. Nada. No supe qué hacer más que ponerme a mirar sus pupilas dilatadas por la persistente luz que imagina le quema los párpados. La luz huidiza de los hombres y mujeres solitarios. De los que tienen todo y nada tienen. Solos.

No digas cómo me llamo, me pidió antes de que saliera de su habitación. No digas cómo me llamo, pero escribe sobre mí. Diles que en ocasiones sueño que estoy muerta. Y que cuando despierto me escucho hablar y pienso que en realidad estoy muerta. Pero regreso, siempre regreso a la vida.

Le pedí que lo siguiera haciendo. Que todavía hay tiempo para regresar. Que hay quien ha vivido más, mucho más de 90 años. Le conté del fotógrafo Manuel Álvarez Bravo que alcanzó los cien. De Andrés Henestrosa que murió a los 102 y de mi bisabuela que lo hizo cuando acababa de cumplir los 104, aunque no le confesé que era esa su edad inventada, pues no tuvo nunca un registro de su nacimiento. Más de cien años dijeron los médicos cuando murió. Ciento cuatro, dijo su hija cuando le cerró los labios todavía tibios de amor.

No diré cómo se llama. Diré sólo que tiene 90 años de vivir y que no tiene ninguna intención de morir. Aunque ella sabe que tendrá que hacerlo, lo sabemos todos. Todos lo llevamos bordado en la memoria desde que nacemos. Vivimos para avanzar hacia la muerte. Paso a paso. Pero ella sabe también que podemos robarle tiempo a la muerte. A la muerte hija de su pinche madre, me dijo, sin disculparse con el médico que entró a la habitación justo cuando subió la voz para calificar a la muerte de hija de su pinche madre. Y el médico trazó una sonrisa inquieta, ignorante, una sonrisa que se mutila el sonido por no saber cómo ingresar al territorio de los sentenciados.

No les digas cómo me llamo, me volvió a decir al día siguiente, segura de que escribiría sobre ella y su palabra. Me pidió que llevara una grabadora. Que guardara uno a uno, los sonidos de su voz, para poder pronunciarse viva cuando muera.

Tres, dos uno, grabando, le dije y comenzó a decir su edad, su deseo de vivir un día más, dos, diez. Tengo noventa años y estoy viva. Viva de tanto vivir, de tanto amar, de tanto gritar que estoy viva, como la vida, como el color rojo , como los recuerdos rojos que saben a pan, dijo y luego guardó silencio por varios minutos. No sé cuántos. Los suficientes para que yo pensara el valor inconmensurable que tiene la vida para quien la ha vivido 90 años. Para quien la ha gozado. Y lo poco, o casi nada que significa hoy la vida para tantos, para tantísimos seres humanos a quienes últimamente les ha agarrado la manía de confundir la vida con el poder. El vértigo que produce el abismo, con la caída. La muerte con el triunfo.

Todos moriremos, me dijo la mujer anciana. No hay dinero que pueda evitarlo, ningún mecanismo que lo consiga. Ni todas las agencia de inteligencia unidas, ni la fortuna y poder de todos los barones de la droga juntos podrán impedirlo. Ni los príncipes, ni los sacerdotes, ni los chamanes, dejarán de morir. Nadie. Morir no tiene remedio, ni precio. No hay nadie a quien corromper para que ponga a morir a otro en nuestro sitio. Morir es lo único personal. Más que amar.

Cuando ella me lo dijo, apagué la grabadora. Presentí que ya todo estaba dicho y además, volvió a quedarse dormida. Está todo dicho, pensé. Al menos mientras vuelva del sueño con otra historia que contarme sobre la forma cómo puede todo ser humano ganarle la batalla a la muerte. Por trozos.

A los 90 años, no siempre se vuelve del sueño con una historia propia. Ella volvió contando que las cosas, los objetos, las paredes de su casa no le pertenecen pues no han envejecido a su lado, a pesar de haber estado juntos los últimos años. La vida es el presente, le dije. Nada más. El presente que no siempre se vive en el mismo sitio, sino en donde el cerebro decide.

Ella lo vive en una habitación distinta a la que estaba antes de dormir. Pregunta quién la trasladó de habitación y por qué. Pregunta en qué país estamos. En qué ciudad. Qué diablos hago yo ahí. Cuando mira la grabadora guarda silencio. No dice nada. No responde a ninguna pregunta. La enciende y escucha. Se escucha viva y sonríe. Después toma mi mano. Tiemblan sus labios, la piel de la frente, tiembla. Es el tiempo que le lame dulcemente su cerebro, como el mar a la roca.

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