Desamor y amistad
La mayoría de mis amigos no festeja el Día del Amor y la Amistad. No es que duden o no del amor o renieguen de la amistad, simplemente les parece ocioso, ridículo o cursi y se niegan a obedecer las reglas impuestas a las emociones. Detestan lo carente de misterio, lo acabado, lo que tiene sentido, aunque sea un sacerdote que vivió hace 18 siglos quien dio origen a esta festividad y no alguna asociación internacional de comerciantes, como podría pensarse.
A mí me da francamente igual. Ni critico ni celebro que haya una fecha específica para amar. A los jóvenes, en general, les gusta. Al menos así me lo aseguraron un taxista, tres estudiantes, cuatro lavacoches, una mesera, una enfermera, siete empleados y una peluquera, a quienes les lancé la pregunta. Ese día, me dijeron, dan y reciben regalos, se besan con mayor intensidad, hacen una fila enorme para entrar a un hotel de paso, o van al cine, a comer al restaurante que más les gusta, o buscan un parque lejano donde acariciarse. Es un motivo, un pretexto, una razón más para comenzar a acumular recuerdos firmes, miradas y sensaciones nuevas. La oportunidad para mirar lejos sin que el tiempo se presente a molestar sobre unos labios cansados de besar bocas sin alma. O con el alma atrapada en un cuerpo que se resiste a partir.
Ignoro qué pensarán los ancianos sobre el tema. No se me ocurrió preguntarles, pero me imagino que algunos sentirán nostalgia. O sonreirán al recordar que no se irán del mundo sin haber sido amados, besados, muy queridos. Habrá otros que rezongarán y dirán que el amor no existe, ni la amistad, ni nada. Reconocerán a solas que existe el placer, el deseo, el vértigo que producen los abrazos largos, sólidos, incansables, pero ¿el amor? Quizá no quieren o no tienen la capacidad de echar a andar su memoria y volver a soñar el sueño nuevo.
El sábado pasado, mientras miles de parejas viajaban en metro, a pié o como pudieron hacia el Zócalo para participar en el mayor beso colectivo del mundo y escuchar cantar a Vicente Fernández, entré a un restaurante de la Condesa donde había quedado de verme con unos amigos. Uno de ellos me recordó unas horas antes la fecha. “Ve de minifalda y amplio escote”, me dijo riendo antes de anunciarme que era 14 de febrero e invitarme a unirme al grupo. No prometí la minifalda ni el escote, pero le aseguré que pintaría mis labios de rubí, de rojo carmesí, como diría una canción de moda de mi juventud. No cumplí tampoco con lo de la pintura labial que nunca utilizo, pero él llegó a la mesa y nos entregó a todos un malvavisco rosa y rojo en forma de corazón, envuelto en una bolsa de celofán con moño de rubí, de rojo carmesí. Lancé al abismo mi prejuicio hacia lo cursi, y disfruté el gesto. Después de todo, los amigos somos los que más tiempo permanecemos amigos. Más que los novios, que los esposos, que los amantes, casi todos. Los amigos nos perdonamos más fácilmente nuestros errores, ejercemos la solidaridad con mayor libertad. Toleramos nuestros excesos, aguantamos, nos abrazamos sin sospechas, nos mostramos uno al otro con mayor nitidez, sin tanto maquillaje en la sonrisa, sin máscaras nocturnas. Los amigos arriesgamos, dejamos lo que estamos haciendo para acudir al llamado de otro amigo. Somos cómplices de cada una de nuestras verdades. Y de toda mentira.
Hay quien piensa que la amistad existe sólo en la juventud. Yo no lo creo. La amistad, aunque con el tiempo se vaya reduciendo por dentro, como un cerebro, perdura hasta la muerte. Y posee el don de evitar poseernos.
El amor en cambio, no es duradero. Ni lo podemos definir tan fácilmente. Es lo que es mientras se ama. Y nada más. Existe mientras el ser amado existe. Ni antes ni después. Y condiciona, excluye. Nunca un amigo condicionará su amistad a que destruyas tu amistad con otro. El amor es exclusivo, se cree con el derecho de propiedad. Se ama a una persona que exige ser el amor único. Se es amigo, en cambio, de muchos otros amigos. Se crece en ellos. La amistad también, crece, construye, jamás destruye. Si lo hiciera es que dejó de serlo. O nunca lo fue.
El sábado por la noche, después de comer, tomar, reír con mis amigos pensé en el amor. En lo que podría ser el amor si se ejerciera como se ejerce la amistad. Si el amor nos mirara con la mirada tolerante del amigo; si nos acariciara con su frescura y nitidez, si nos abrazara sin desear dominarnos, sin sospecha, sin celos, sin contemplar la traición como arma para sobrevivir al amor... Al amor que la vida crea. La vida, no la muerte, no el dolor. La vida que pregunta lo que no tiene respuesta. La vida que da vida a lo imposible. Y que de tanto en tanto busca amar.
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