lunes, abril 2

Cristales en las venas de mi ciudad

El avión en el que viajé desde Madrid hasta México extendió la noche, la hizo crecer, aunque nadie parece haberlo notarlo. Casi todos los pasajeros se durmieron, sin saber que un avión le prestó unas horas más a la noche. Apenas comieron y doblaron sus cuerpos, como sábanas. Y no escucharon crecer a la noche. Ni se enteraron que la nostalgia se instaló a mi lado, antes aún de que fuera la hora de tener nostalgia. Antes de cerrar la puerta de una casa vacía, dejar ociosas las paredes, sin olor la cocina y la cama y sin sombra alguna el techo. El silencio, tan solo el silencio habitando las grietas de los muros de una casa que tendré que cerrar dentro de poco, como quien abre los ojos de la vida. Otros ojos. Los ojos de México.


Vuelvo a mi ciudad. Hay caos en mi ciudad. Mi familia y mis amigos se cansaron de pedirme que me quedara en Madrid. Que esperara. Que hay caos en mi ciudad, me explicaron. Que no podría abrazar a mis cuates, ni jugar con mis hijos. Y que hay miedo. El miedo que causa la incertidumbre, el peor miedo. Pero necesitaba ver, sentir, oler. De cerca. No hay otra forma de tocar las venas de esta ciudad que tiene mucho tiempo de tener cristales en las venas. Y que no muere. Cambia, eso sí. Se sacude y tirita de rabia.

Recorro las calles de mi ciudad. La parte ocupada también la recorro. La camino, como camina uno las calles de Madrid. Intento reconocer lo nuevo, lo que nunca he visto, la forma de ave sin alas que antes la ciudad no tuvo. Escucho la voz que no había jamás pronunciado y que sin embargo, reconozco. Algo en mí la reconoce. Lo puede percibir mi piel. Como percibe el olor a tamal que se desplaza de una calle a otra. De esquina a esquina. Igual que el caos. Hay algo en el caos que invita al reposo. Algo lejano, hondo, oscuro, como cuando un venado cierra los ojos delante del jaguar.

La gente hoy habla de robo. Antes también, pero ahora es diferente. Ya no hablan de los carteristas, ni de los secuestradores, violadores, rateros, rufianes, aunque abunden. Ahora dicen que lo que roban es la esperanza y me ofrecen un tamal. Siempre me ha gustado el olor a tamal. Huelo y escucho. Dicen que no tienen fecha, ni hora para marcharse. Y que no están dispuestos a regresar al territorio de la sumisión. Pienso en el México bronco. En el México profundo y en el imaginario.

El tiempo se ha tomado a la historia por su cuenta. El tiempo que hemos perdido.

Todo el mundo habla de política. No hay otra palabra que pueda pronunciarse en la ciudad. El análisis, la opinión, la reflexión, las discusiones. No hay espacio para otra cosa. Al día siguiente de mi llegada llego a creer que ya nadie se acaricia, ni se besa en las bancas de los parques, ni le tira bolillo duro a los patos. Nadie que cuente su sueño por la mañana. Ni quien te pregunte lo que viste en la noche mientras dormías. Sólo palabras de rabia, insultos, gritos, más gritos. Nunca antes habían gritado tanto los presentadores de los noticieros de televisión. Como queriendo pelea. O quizá quieren taparse los oídos. Por eso gritan. Para no escuchar. En los restaurantes de Madrid se grita. Es parte de la cultura, el grito. Están acostumbrados a entender los sonidos del grito. Y desenredarlos. Pero en esta ciudad antes no se gritaba en los restaurantes, ni en las cantinas que ahora abren más tarde de lo que yo recordaba. Apenas pude tomar un tequila en la parada que hice mientras caminaba las venas de mi ciudad. Y escuchaba su grito de tierra.

Me lo advirtieron. La ciudad está en caos, me dijeron una y otra vez. Cancela tu viaje, quédate a vivir para siempre en Madrid. Hazte viejita. Que te contagien el acento, que engordes de comer tanto jabugo. Pero no vengas al caos. Se cansaron de decirlo. Lo que nadie me dijo es que atrás del grito hay costales de vida. Debajo de la tierra, entre los muros, encima de las patas de los chapulines, en medio del tráfico, en la sonrisa del mesero que me recibe con una amabilidad que en Madrid olvidé, en el rostro cubierto de un ángel que mira el caos. Un ángel atado que vuela. Tampoco me explicaron que si nos quedamos en silencio, se escucha todavía el lenguaje del alma. El alma sobreviviente de una ciudad con cristales en las venas. Y que todavía se deja amar.

Agosto 14, 2006

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