De vuelta a un México que está de parto
Ahora sí, el ciclo está cerrado. Vuelvo a México, pero la vuelta no es el retorno. Es el comienzo. La mirada abierta, los pies descalzos. Es el inicio de la vida nueva lo que me motiva, lo que me nubla la vista cuando intento mirarme nueva. Se lo cuento a un amigo que me responde con un poema de José Bergamín, el ensayista, poeta y dramaturgo madrileño exiliado en México y otros países. Un afortunado maniático de la verdad que quiso sentir a México, no desde el recuerdo lejano, sino bajo sus plantas. Y quiso también sentir su luz quemarle la mirada. “Dice lo mismo que tú”, me dijo mi amigo amparador de poesía. Quizá también sintió lo mismo que yo al volver, pensé decirle. Quizá también estuvo a punto de cortarse en dos el alma, la risa, la tristeza, la alegría, las manos, las piernas, las pupilas, la rabia, las ganas de tener en todo el cuerpo a dos países. O tres, o mil. Pero solamente tuvo un sol en sus ojos que le quemó la mirada. Y sólo un aire le entró hasta los huesos del alma. El aire de México.
Volver a México es permanecer siempre en movimiento.
Las voces mexicanas me reciben a mi llegada al aeropuerto. Bienvenida a su tierra la damita, me dice el encargado de migración. Y sonríe sus dientes de maíz. En la aduana otro señor me ayuda a cargar mis enormes maletas de ocho años en España, “vivimos de las propinas seño, que le vamos a hacer”, me sorprende también la sonrisa franca de su palabra. La sonrisa de piel que algunos llevan como trazada en tinta en un relato escrito.
Lo que se escribe es a veces más real que lo real. La lluvia se escucha mejor cuando se escribe sobre la lluvia. Es el poder de la literatura. Su único dominio. En el avión escribí que escribía y al escribir la soledad se acomodó en la escritura. Como sucede casi siempre que se siente respirar la hoja en blanco. Escribí sobre el acto de escribir para tranquilizar el ritmo del latido dentro mío. Para sostenerme sola. Aunque pienso que escribir no es un acto, ni un derecho, ni el resultado de alguna habilidad extraña.
Escribir lo es todo. O no lo es. Nada es igual al deseo de una palabra no dicha. Nada es más fuerte.
Siempre escribo en los aviones. En el que me trajo a México quise escribir sobre cualquier cosa. De cómo por ejemplo se duermen once horas doscientas personas en el mismo avión. Y los que no duermen se quedan como vacíos de rostro frente a cuatro infames películas, idénticas entre sí. O del postre de plástico que sirven en las charolas, igual que los cuchillos y los tenedores, no vaya a aparecer un terrorista empeñado en cortar el respiro a la palabra con un cuchillo. O inventar que el niño de al lado sueña que un tigre inventa su sueño. Cualquier cosa. Pero sólo conseguí escribir sobre la escritura. Y de cómo cuando el ciclo se cierra, estalla un espacio. Un espacio todavía no escrito. Un muro tendido sobre la nada. El muro que aguarda y guarda el vacío del inicio. Lo que habré de vivir en mi tierra.
Desde tierra española me llega el primer mensaje. Es un boletín informativo sobre el clima. No salió el sol el domingo, me dijeron mis amigos. Y me entregaron al sol de Madrid como los mexicanos lo hicieron con Bergamín hace años. Es posible llorar abierta las yemas de los dedos. Desde lejos fluyen también las sensaciones. Está vivo el recuerdo, como agua, como un beso de agua en plena vida.
México también está vivo. Aunque duela. Aunque algunas voces se escuchen lastimadas. Como cortadas con la navaja de la indignación. Hay quien tiene miedo, me dicen apenas llego. Otros no. Pero hay miedo, desánimo, rabia. Es un México nuevo, me explican algunos. Nunca antes vivimos lo que hoy vivimos. Es inédito. México siempre es inédito, les digo. Siempre se mueve. Siempre. Algunas veces lo hace con ternura. Suavemente. Otras estalla, como una mujer que está de parto. Y se nace para volver a morir violentamente. O con dulzura.
El domingo por la mañana apareció en la puerta de mi casa una canasta de dulces. Un guayabate, pepitoria, un jamoncillo queretano con piñón. Había también cocadas, tamarindos y palanquetas dándome la bienvenida. Sonriendo a pesar del temor, de la indignación, a pesar de la inquietud, me tienden la mano en México. Una mano abierta de humedad y calor. Calor que contagia, quema la mirada, inyecta fuerza. Y que agradezco. Como agradece una mujer el parto.
Las voces mexicanas me reciben a mi llegada al aeropuerto. Bienvenida a su tierra la damita, me dice el encargado de migración. Y sonríe sus dientes de maíz. En la aduana otro señor me ayuda a cargar mis enormes maletas de ocho años en España, “vivimos de las propinas seño, que le vamos a hacer”, me sorprende también la sonrisa franca de su palabra. La sonrisa de piel que algunos llevan como trazada en tinta en un relato escrito.
Lo que se escribe es a veces más real que lo real. La lluvia se escucha mejor cuando se escribe sobre la lluvia. Es el poder de la literatura. Su único dominio. En el avión escribí que escribía y al escribir la soledad se acomodó en la escritura. Como sucede casi siempre que se siente respirar la hoja en blanco. Escribí sobre el acto de escribir para tranquilizar el ritmo del latido dentro mío. Para sostenerme sola. Aunque pienso que escribir no es un acto, ni un derecho, ni el resultado de alguna habilidad extraña.
Escribir lo es todo. O no lo es. Nada es igual al deseo de una palabra no dicha. Nada es más fuerte.
Siempre escribo en los aviones. En el que me trajo a México quise escribir sobre cualquier cosa. De cómo por ejemplo se duermen once horas doscientas personas en el mismo avión. Y los que no duermen se quedan como vacíos de rostro frente a cuatro infames películas, idénticas entre sí. O del postre de plástico que sirven en las charolas, igual que los cuchillos y los tenedores, no vaya a aparecer un terrorista empeñado en cortar el respiro a la palabra con un cuchillo. O inventar que el niño de al lado sueña que un tigre inventa su sueño. Cualquier cosa. Pero sólo conseguí escribir sobre la escritura. Y de cómo cuando el ciclo se cierra, estalla un espacio. Un espacio todavía no escrito. Un muro tendido sobre la nada. El muro que aguarda y guarda el vacío del inicio. Lo que habré de vivir en mi tierra.
Desde tierra española me llega el primer mensaje. Es un boletín informativo sobre el clima. No salió el sol el domingo, me dijeron mis amigos. Y me entregaron al sol de Madrid como los mexicanos lo hicieron con Bergamín hace años. Es posible llorar abierta las yemas de los dedos. Desde lejos fluyen también las sensaciones. Está vivo el recuerdo, como agua, como un beso de agua en plena vida.
México también está vivo. Aunque duela. Aunque algunas voces se escuchen lastimadas. Como cortadas con la navaja de la indignación. Hay quien tiene miedo, me dicen apenas llego. Otros no. Pero hay miedo, desánimo, rabia. Es un México nuevo, me explican algunos. Nunca antes vivimos lo que hoy vivimos. Es inédito. México siempre es inédito, les digo. Siempre se mueve. Siempre. Algunas veces lo hace con ternura. Suavemente. Otras estalla, como una mujer que está de parto. Y se nace para volver a morir violentamente. O con dulzura.
El domingo por la mañana apareció en la puerta de mi casa una canasta de dulces. Un guayabate, pepitoria, un jamoncillo queretano con piñón. Había también cocadas, tamarindos y palanquetas dándome la bienvenida. Sonriendo a pesar del temor, de la indignación, a pesar de la inquietud, me tienden la mano en México. Una mano abierta de humedad y calor. Calor que contagia, quema la mirada, inyecta fuerza. Y que agradezco. Como agradece una mujer el parto.
16 de octubre, 2006
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