De la mano de la muerte
Cualquier cosa puede suceder en la ciudad. En un mismo día es posible recorrer dos, cinco, trece mundos diferentes. Se pueden cruzar esos mundos, se pueden visitar, penetrar, conocer. Se puede correr el riesgo de vivir, o simplemente volar sobre ellos. Cada uno tiene el derecho a decidir qué hacer. Los mira o los ignora. Los siente o cierra los ojos. Los ojos de la memoria.
La memoria del presente se ha empeñado en huir de la ciudad.
La memoria del presente se ha empeñado en huir de la ciudad.
Da pereza mirar, es difícil. Pocos lo hacen. Es más fácil desmirar a los niños que se acercan a los automóviles, que concederles el mínimo espacio de existencia en nuestro día. Pocos miran. O pocos saben mirar. Mirar es recordar. Recordar la mugre de los traperos, su olor. Cuando hablo de ellos casi siempre la gente se limita a comentar que apestan, que son una lata, que ensucian, y se cambia el tema. La otra tarde, el taxista que me condujo al norte de la Ciudad de México cerró las ventanas de su coche cuando presintió su cercanía. Le pregunté cuál es la maldad de los niños de las esquinas. En dónde está el peligro. Qué mal contagian. Están drogados, me respondió, fíjese en la mirada. Y me fijé. Los niños de la calle no tienen mirada porque nadie se las mira. La llevan metida en los bolsillos de sus pantalones rotos. A ratos la guardan en la lata de cemento que los lleva al encuentro con el abandono.
Me bajé del taxi y miré. Los niños de la esquina no me vieron. No tienen la costumbre de ser vistos por una mujer ajena al barrio. Eso es lo que me protege cuando camino por las calles prohibidas. Me protege y me excluye. Afuera, me avienta afuera. Mi figura me inexiste. Yo misma he llegado a desconocerme. Pero vuelvo a intentarlo. Lo intento y descubro que los niños mugrosos de las esquinas sonríen. Cuando alguien pregunta su nombre, asoman sus dientes chuecos. Y se alumbra entero, su rostro. Como si en verdad tuvieran alma. O razón, o amor.
Hay un centro cultural muy cerca de la esquina donde los niños tienden su cuerpo en los cristales, como ropa al sol. Un centro cultural que no puede ignorar la existencia de los niños de la calle. No tendría que ignorarla. Si no hay diálogo entre la cultura y la realidad más inmediata de la ciudad más grande del mundo, no hay cultura, no hay realidad, no hay sino mentira, espejismo, sinrazón, engaño. La ciudad del engaño seriamos. Sin más.
Viví años en Madrid y nunca vi niños de la calle. Nadie se arroja sobre el parabrisas de los coches en las esquinas, ni se coloca una nariz de pelota, ni guarda su mirada en el bolsillo de un pantalón roto, ni inhala cemento, ni pide su calaverita en noviembre, su navidad, un peso, algo para comer. Pero hay pandilleros. Bandas de niños y adolescentes en su mayoría latinoamericanos que han sido expulsados del mundo de los eficaces, bien portados, europeos, guapos, cultos. No son huérfanos, ni tienen un padre en la cárcel, no han sido víctimas de abusos sexuales por parte de su padrastro ni han sido arrojados a patadas de su casa. Pero son diariamente lanzados de una tierra a la que le ha costado permitir que el otro la arrope, la haga suya. Los niños de la calle de Madrid y otras ciudades de España son eso: dos veces desterrados, dos veces despojados de su derecho a ser ciudadanos. Ecuatorianos, colombianos, peruanos, bolivianos sin ciudad.
Las pandillas de niños y adolescentes latinoamericanos en España no se ocultan. Se visten como pandilleros, caminan como pandilleros, se escriben el nombre de su pandilla en la piel, lo gritan, ejercen a plena luz del día la violencia. Hace tiempo que comenzaron a matarse entre ellos. Pero no por hambre, ni por dinero. Matan para ser, como un grito que busca su identidad. En Madrid, Barcelona, Valencia, la cultura comenzó hace poco a dialogar con ellos. Las ciudades han decidido mirarlos. Y concederles la oportunidad de gritar, buscar, insultar, pero no con una navaja en la mano, sino con un pincel, una lata de pintura, un lápiz, una computadora, una guitarra, una mirada. Las ciudades en España aprenden a mirarse en el espejo. Crecen.
En la Ciudad de México todavía son pocos los que miran. Algunos escuchan los gemidos de los niños atados prematuramente a su sepulcro. Y deciden o no cerrar los ojos. Pero siempre amanece en la ciudad. Comienza a diario el día y por un instante da la impresión de que no existe la prisa en las calles ni en los corazones. Como si al amanecer el tiempo se quedara tendido sobre una ciudad más honda que extensa, más humana que fiera, más verdad que engaño. Una ciudad que está urgida de soltarle la mano a la muerte y que permanece a la espera de ejercer su derecho a que se entienda la realidad en la que está, ella y nosotros, inmersa.
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