martes, abril 3

En el centro de la Ciudad de México, la soledad compartida

Acudo con frecuencia al centro de la Ciudad de México, sin ningún propósito específico. No voy en busca de objetos que en otras zonas de la capital ya no se encuentran, ni a comprar un libro, ni a comer al Danubio o al patio del Hotel Cortés, o al restaurante de Bellas Artes donde últimamente cocinan los mejores chiles rellenos. Me mueve solamente el deseo de sentir el vértigo que produce el movimiento. Mirar las miradas y las manos que vuelan casi en forma instintiva, siguiendo un ritmo propio, fiero, salvaje y a la vez, profundamente humano. Paseo durante horas por las calles, recorro los callejones solitarios, las avenidas desbordadas de frases que sólo se entienden cuando llegan a trenzarse, como se trenzan las palabras en el canto:
lléveselo marchantita, a cien pesos, baratos y de calidad, las últimas series, dos por uno güerita, dos por uno, hay eloooteeeeees, de a diez los eloooteeeeeeess, para que no lo engañen, para que no le cuenten...


Algunas veces me acerco a los puestos que a media calle proyectan las películas que venden, pero es difícil abrirse paso para llegar hasta adelante. Familias enteras pasan la tarde frente a un televisor conectado al viento, igual que un papalote, pero de metal. El otro día un joven me ofreció un audio libro pirata. Con su propia voz, el muchacho cuenta en un cd cómo transcurren los últimos instantes de vida de un conejo que fue tragado por una boa. Cómo desaparece el infeliz conejo, “propulsado en el túnel costillar por cada vez más tenues estertores”. “Es del Bestiario de Juan José Arreola”, me explicó el muchacho que apenas terminó la secundaria y se dio a la tarea de levantar el negocio de los audio libros. Su abuela, que nunca aprendió a leer, no se mueve de su lado cuando lee en voz alta para grabar un nuevo libro. Pero lo que más le entusiasma es que cuando su novia escucha su voz en un cd, lo besa. Cuando me lo contó comprobé que, como dijo el poeta Rilke, la vida creativa está muy cerca de la sexual. Tan cerca que no sólo llegan a rozarse, sino que en ocasiones se fusionan, se borra la frontera entre una y otra. Se disfrutan igual. También pensé que en el centro de la ciudad, todo se escucha diferente, se mira diferente, como un poema escrito en otro idioma, todo se incrusta hacia adentro, donde la soledad habita.

Pasear por el centro de la Ciudad de México es atreverse a poblar la soledad, amarla, abrir de par en par la ventana al estruendo del país.

Suelo leer el diario El País los fines de semana. Pero este sábado no pude encontrarlo en ninguno de los puestos de periódico del centro de la ciudad. Ya se acabó el país, me dijo a carcajadas una mujer madura. Se vendió todo, toditito, me dijo otra. ¿Quién, quién vendió al país?, le pregunté y también ella soltó una risotada. Al siguiente puesto seguí el juego. Y una mujer, ya anciana, me dijo que no había que darle importancia. Vendido o no, el país tenía a gente valiosa. Somos como el pasto, me dijo. Como el pasto que se seca, se hiela, se corta. Y seguimos. Recuperamos el calor. Eso es lo único que a su edad le importa, dejar a la vida vivir. Está convencida de que la vida tiene siempre la razón.

Los viejos no tienen necesidad de comprender. Observan la dignidad reposada donde se sostienen, donde jamás se aquietan, donde se mueven sin prisa.

El arte popular tampoco tiene prisa. El museo de la calle Revillagigedo, en el Centro Histórico, lo comprueba. Entré ahí este fin de semana, sin prisa, con tiempo. Y me acordé que Octavio Paz escribió en In/Mediaciones que “entre el tiempo sin tiempo del museo y el tiempo acelerado de la técnica, la artesanía es el latido del tiempo humano”. El latido también del barro cocido, del cántaro moldeado, del vidrio. O del jarro pulquero con barriga de mujer preñada que se exhibe en el museo.

Una mujer encinta camina por los salones del museo. De su mano, un niño de unos diez años. Toman fotografías sin flash, las necesita el niño para un trabajo de su escuela. Frente a un gigantesco mapa de México, la señora descubre sus raíces. “De ahí venimos”, le dice a su hijo mientras señala un maizal.

Subió el precio del maíz. Pero ella asegura que no ha subido el de las gorditas, ni el de las flautas que fríe en su anafre a mitad de la calle. Me insiste y no le creo, se lo digo. Le aseguro que en todos los puestos del Eje Central han subido el precio. Ni modo, el precio del maíz subió. Pero ella dice que no y que no. Cuando estoy a punto de irme me confiesa que no ha subido el precio pues apenas lleva tres días de ambulante y ríe. Antes trabajaba de sirvienta en una casa de la colonia del Valle. Pero no aguantó. Es difícil aguantar estando vivo, me dijo. Se aguanta mejor cuando ya uno está muerto. O cuando la muerte y la vida surgen de un mismo cuerpo.

Acudo con frecuencia al centro de la Ciudad de México. Sin buscar nada en concreto, encuentro. Sin siquiera intentarlo, consigo algunas veces que el movimiento encienda el vértigo. El temblor gozoso de la vida, sin tristeza. Porque el centro de la Ciudad de México arranca la tristeza. A golpe de miradas, sonrisas, palabras cantadas, la aleja y la incorpora, la mueve, la detiene sin paralizarla. En el centro de la Ciudad de México no existe la parálisis, porque nadie se espanta de no sentirse vivo. Nadie se detiene. Aunque les corten las piernas, recuperan la fe. Esa fe sin esperanza que protege, que penetra en el tumulto y convierte a la soledad en un plural.

Febrero 5, 1007

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