Niña de la calle es nombre propio
A los ocho años Silvia perdió la paciencia. Había aguantado todo tipo de palizas, insultos y torturas de su padre. Había soportado los silencios de su madre y su mirada de espanto. Pero el día en que su papá la violó tomó la decisión de salvar a su hermana menor y escapó con ella de su casa.
A los doce años era adicta a las drogas, apenas comía, pedía dinero en el metro o lo robaba, y dormía bajo algún puente o rincón del Distrito Federal, al lado de muchos otros niños de la calle.Ser niña de la calle le concedió su identidad, su único nombre.
A los doce años era adicta a las drogas, apenas comía, pedía dinero en el metro o lo robaba, y dormía bajo algún puente o rincón del Distrito Federal, al lado de muchos otros niños de la calle.Ser niña de la calle le concedió su identidad, su único nombre.
En cinco años pasó de la calle a uno de los albergues del Sistema de Integración Familiar; del DIF a un internado de religiosas, de ahí de nuevo a la calle, después a un “Anexo” y otra vez a la calle. Su estado físico se deterioraba día a día. De vez en cuando alguien se apiadaba de ella y le enviaba a una institución, pero acababan por echarla o ella misma saltaba de nuevo sobre un charco de la calle, un charco de luz.
En 1999, cuando parecía no tener remedio para ninguno de sus males, encontró una casa donde cerca de 90 niñas como ella intentaban reconstruir su vida.
Silvia tiene hoy 21 años y cursa el primer semestre de la licenciatura de Economía en el Politécnico Nacional. María Mar Estrada, la directora de “Ayuda y Solidaridad con las Niñas de la Calle”, me muestra un mural de fotografías que cuenta la historia de la Institución y la de Silvia. La forma cómo se fue desvaneciendo la palidez de su rostro, su delgadez, el pánico en sus ojos. La forma como fue venciendo el deseo de volver con su pandilla, su única familia.
La directora recuerda el vacío que Silvia traía a cuestas. Y sonríe cuando señala el diploma que obtuvo al terminar con mención honorífica la preparatoria. Es su logro, la victoria colectiva sobre el horror, la violencia, la deshumanización. Pero no ha sido fácil. Han sido años de levantar el proyecto, conseguir los fondos para instalar las dos casas que Ayuda y Solidaridad tiene, el Hogar de Transición en La Raza y el Hogar Grupal en Jilotepec. Contratar a sicólogos, trabajadores sociales, médicos, organizar talleres. No ha sido fácil, pero se ha ido avanzando. Lo verdaderamente arduo, complicado, espinoso, es conseguir que las niñas se reintegren a la vida que vela por sus derechos. Que acepten que los tienen, que tenerlos se convierta en su deseo. Que recuperen su dignidad, su orgullo, su autoestima, el valor de ser mujer con el que nacieron. Aunque les haya durado un segundo, lo tuvieron.
Todas las niñas que llegan a Ayuda y Solidaridad han sido violadas por sus padres, padrastros, vecinos, tíos o por algún desconocido. Hay huellas de golpes en su piel y en su alma. Hay secuelas. Pero paradójicamente, a la mayoría no le es fácil permanecer en el sitio que les concede amparo. Pasan años para que olviden la calle. Para que no quieran regresar al hogar de la fiera. Y cuando lo hacen, en algunos casos sucede que la familia decide regresar por ellas sin tener ninguna condición para recibirlas, protegerlas, velar por sus derechos.
La madre de Amelia, una pequeña de once años, cumplió hace unos meses su sentencia. Acusada de narcotráfico, fue capturada junto con su padre y sus hermanos. Amelia fue recibida en “Ayuda y Solidaridad”. Al salir del penal su mamá se presentó y dijo que quería llevársela. Amelia no quería, María Mar suplicaba, explicaba, desesperaba. No hubo forma de impedirlo. La ley se lo permite. Hoy Amelia vende drogas en la escuela de su barrio. Su mamá se las coloca cada mañana en la bolsa del uniforme y entre los libros que lleva en la mochila.
Ayuda y Solidaridad y otras instituciones han intentado unidas conseguir que alguna autoridad las escuche. Que entiendan la urgencia de introducir una enmienda de ley que impida a los padres de los menores de edad recuperarlos sin demostrar que no volverán a abusar de ellos en ningún sentido. Se han cansado de ir de un sitio a otro. De hablar sin tener respuesta. Hay quienes, en palabras de María Mar, consideran que en Ayuda y Solidaridad se fabrican cajas de cartón. Ignoran que lo que se intenta es hilvanar vidas. Vidas prematuramente destrozadas. Hechas añicos.
Carla tiene siete años y lleva un collar tatuado en el cuello. Un collar que le pintaron su padrastro y su madre con un cigarro encendido. En la espalda lleva la sombra de una plancha y muchas otras cicatrices en las piernas, brazos, pecho. Es la niña de más reciente ingreso. Apenas habla. Y cuando lo hace su voz se escucha apagada, en extremo ronca. Sus cuerdas vocales quedaron destrozadas el día en que le introdujeron un gancho por la nariz. Tenía cuatro años. La madre de Carla también fue niña. Una niña violada y torturada sistemáticamente por su padrastro. La crueldad se abre camino y se extiende.Se reinstala en las miradas reventadas.
Antes de entrar al Politécnico, Silvia trabajaba en una pizzería cercana al hogar de Ayuda y Solidaridad en La Raza. La semana pasada encontró un nuevo empleo que se ajusta a su horario de estudios. Vamos juntas a la pizzería a pedir una constancia de trabajo. Mientras caminamos me va soltando poco a poco trozos de su vida. Su hermana terminó sus estudios en el internado de monjas. Ahora tiene dos hijos. Y la fortuna de tener una pareja que respeta a los tres. Del resto de su familia no ha vuelto a saber nada. No tiene ningún recuerdo sobre el sitio donde alguna vez fue a visitar a algún abuelo. Nada en la memoria. Solo la brutalidad del padre.Silvia no tiene muy claro por qué lo hizo. Pero un día fue a una estación de radio y contó su experiencia. Quería probar si alguien reconocía la historia de Silvia y su hermana. No tanto para volver a ver a su madre, sino para saber si todavía está viva. Si no la ha matado su padre.
Una noche que no podía dormir, a Silvia le entraron ganas de enamorarse. Tiene varios amigos en el Poli. Pero no les ha contado su historia. Cree que de hacerlo, huirían, se alejarían de ella, los perdería. O perdería la vida digna que hoy tiene. La que encontró en una institución que intenta hilvanar las vidas mutiladas. Y que en ocasiones lo consigue. Pero afuera el horror se reproduce. Y coloca un nombre propio a cientos de miles de niñas cada día. En un México que no acaba de nacer.
En 1999, cuando parecía no tener remedio para ninguno de sus males, encontró una casa donde cerca de 90 niñas como ella intentaban reconstruir su vida.
Silvia tiene hoy 21 años y cursa el primer semestre de la licenciatura de Economía en el Politécnico Nacional. María Mar Estrada, la directora de “Ayuda y Solidaridad con las Niñas de la Calle”, me muestra un mural de fotografías que cuenta la historia de la Institución y la de Silvia. La forma cómo se fue desvaneciendo la palidez de su rostro, su delgadez, el pánico en sus ojos. La forma como fue venciendo el deseo de volver con su pandilla, su única familia.
La directora recuerda el vacío que Silvia traía a cuestas. Y sonríe cuando señala el diploma que obtuvo al terminar con mención honorífica la preparatoria. Es su logro, la victoria colectiva sobre el horror, la violencia, la deshumanización. Pero no ha sido fácil. Han sido años de levantar el proyecto, conseguir los fondos para instalar las dos casas que Ayuda y Solidaridad tiene, el Hogar de Transición en La Raza y el Hogar Grupal en Jilotepec. Contratar a sicólogos, trabajadores sociales, médicos, organizar talleres. No ha sido fácil, pero se ha ido avanzando. Lo verdaderamente arduo, complicado, espinoso, es conseguir que las niñas se reintegren a la vida que vela por sus derechos. Que acepten que los tienen, que tenerlos se convierta en su deseo. Que recuperen su dignidad, su orgullo, su autoestima, el valor de ser mujer con el que nacieron. Aunque les haya durado un segundo, lo tuvieron.
Todas las niñas que llegan a Ayuda y Solidaridad han sido violadas por sus padres, padrastros, vecinos, tíos o por algún desconocido. Hay huellas de golpes en su piel y en su alma. Hay secuelas. Pero paradójicamente, a la mayoría no le es fácil permanecer en el sitio que les concede amparo. Pasan años para que olviden la calle. Para que no quieran regresar al hogar de la fiera. Y cuando lo hacen, en algunos casos sucede que la familia decide regresar por ellas sin tener ninguna condición para recibirlas, protegerlas, velar por sus derechos.
La madre de Amelia, una pequeña de once años, cumplió hace unos meses su sentencia. Acusada de narcotráfico, fue capturada junto con su padre y sus hermanos. Amelia fue recibida en “Ayuda y Solidaridad”. Al salir del penal su mamá se presentó y dijo que quería llevársela. Amelia no quería, María Mar suplicaba, explicaba, desesperaba. No hubo forma de impedirlo. La ley se lo permite. Hoy Amelia vende drogas en la escuela de su barrio. Su mamá se las coloca cada mañana en la bolsa del uniforme y entre los libros que lleva en la mochila.
Ayuda y Solidaridad y otras instituciones han intentado unidas conseguir que alguna autoridad las escuche. Que entiendan la urgencia de introducir una enmienda de ley que impida a los padres de los menores de edad recuperarlos sin demostrar que no volverán a abusar de ellos en ningún sentido. Se han cansado de ir de un sitio a otro. De hablar sin tener respuesta. Hay quienes, en palabras de María Mar, consideran que en Ayuda y Solidaridad se fabrican cajas de cartón. Ignoran que lo que se intenta es hilvanar vidas. Vidas prematuramente destrozadas. Hechas añicos.
Carla tiene siete años y lleva un collar tatuado en el cuello. Un collar que le pintaron su padrastro y su madre con un cigarro encendido. En la espalda lleva la sombra de una plancha y muchas otras cicatrices en las piernas, brazos, pecho. Es la niña de más reciente ingreso. Apenas habla. Y cuando lo hace su voz se escucha apagada, en extremo ronca. Sus cuerdas vocales quedaron destrozadas el día en que le introdujeron un gancho por la nariz. Tenía cuatro años. La madre de Carla también fue niña. Una niña violada y torturada sistemáticamente por su padrastro. La crueldad se abre camino y se extiende.Se reinstala en las miradas reventadas.
Antes de entrar al Politécnico, Silvia trabajaba en una pizzería cercana al hogar de Ayuda y Solidaridad en La Raza. La semana pasada encontró un nuevo empleo que se ajusta a su horario de estudios. Vamos juntas a la pizzería a pedir una constancia de trabajo. Mientras caminamos me va soltando poco a poco trozos de su vida. Su hermana terminó sus estudios en el internado de monjas. Ahora tiene dos hijos. Y la fortuna de tener una pareja que respeta a los tres. Del resto de su familia no ha vuelto a saber nada. No tiene ningún recuerdo sobre el sitio donde alguna vez fue a visitar a algún abuelo. Nada en la memoria. Solo la brutalidad del padre.Silvia no tiene muy claro por qué lo hizo. Pero un día fue a una estación de radio y contó su experiencia. Quería probar si alguien reconocía la historia de Silvia y su hermana. No tanto para volver a ver a su madre, sino para saber si todavía está viva. Si no la ha matado su padre.
Una noche que no podía dormir, a Silvia le entraron ganas de enamorarse. Tiene varios amigos en el Poli. Pero no les ha contado su historia. Cree que de hacerlo, huirían, se alejarían de ella, los perdería. O perdería la vida digna que hoy tiene. La que encontró en una institución que intenta hilvanar las vidas mutiladas. Y que en ocasiones lo consigue. Pero afuera el horror se reproduce. Y coloca un nombre propio a cientos de miles de niñas cada día. En un México que no acaba de nacer.
(4 de diciembre, 2006)
1 comentario:
pues este artículo da tanto de sí para que no sea capaz de leer otro, lo estoy asimilando poco a poco, así que gracias por la mirada escrita.
Publicar un comentario