Los olores y colores de las fiestas
Cada año la Navidad llega más temprano. Antes de que comenzara noviembre, ya habían colocado en las tiendas, al lado de las calaveritas de azúcar y los disfraces de monstruos, las luces para el árbol, las esferas, los nacimientos y los horrorosos gorros de Santa. No sé si exista alguien que ponga el árbol con dos meses de anticipación, pero me imagino que lo habrá, de otra forma no los traerían a la ciudad tan temprano. O quizá ni siquiera importe si se compran o no desde el momento en que los sacan a la venta, la cosa es llenar las calles de objetos que nos echen a andar el espíritu consumista que precisamente en Navidad es cuando más se enciende. Pero no es mi intención criticar la Navidad que en realidad no me disgusta. Siempre he creído en las fiestas como un buen remedio para aligerar la carga de lo cotidiano, para reír, para compartir, aunque en ocasiones da un poco de rabia que sea por decreto. No sé si esa sea la causa por la que muchas personas suelen deprimirse en Navidad, o no. A mí por fortuna no me da por ese lado. Una fiesta es una fiesta y muchas, la gran mayoría de ellas, están en el calendario, como la Navidad. La fiesta del patrón del pueblo o la ciudad. Las fiestas del inicio de cosecha, las que conmemoran las fechas de los acontecimientos cruciales de la historia y todas las que se siguen celebrando para combatir el olvido.
Los colores de la ciudad cambian según la fiesta. En Navidad de la ciudad de México, el rojo convive en las calles con otros muchos colores, especialmente con el verde, pero es el rojo el que destaca. Las calles y los mercados rojos, los escaparates de las tiendas. La flor de Noche Buena que en otros países se llama Pascua, tendida este año como ningún otro en las calles rojas.
Las fiestas tienen también sus olores propios y los desparraman por las calles que en Navidad huelen a bacalao y romeritos. Pero aun en los días que no hay fiesta, la ciudad muestra sus olores. Sus diversos aromas. Cada mercado, cada barrio conserva sus olores propios, los guarda, como una caricia, en un tamal, en un chile, en la madera de algún árbol, en una fruta.
No recuerdo qué edad tendría, pero sí guardo en la memoria el día, el primer día en que percibí el olor a fiesta. O lo que desde entonces y durante muchos años relacioné con las fiestas. Sucedió cuando mi papá nos llevó a mis hermanos y a mí al mercado de dulces, al lado de La Merced. Conforme nos íbamos acercando a la entrada, el olor a dulce se volvía más y más intenso. Y unas voces lo anunciaban. Como en una obra de teatro. En la primera llamada, primera, se escuchaban cada vez con más claridad las voces como cantos de ¡mueeeeganoooooos! ¡hay mueeeganooos!, ¡alegriiiiiiiias!, llévese sus alegriiiiiiias! Al entrar al mercado me quedé impactada. De punta a punta del pasillo, de todos los pasillos del mercado, los dulces reinando. No es que sea yo muy dulcera, nunca lo he sido. Pero el impacto en mis sentidos fue brutal. El olfato y la mirada a flor de piel. Deslumbrados. Las cocadas y las charamuscas, montoncitos de limones azucarados, los acitrones tendidos al lado de las pepitorias, más allá los jamoncillos. Lo que ese día entró a mi memoria fue el aroma. La mirada de un olor.
Hoy el mercado de dulces sigue donde estaba entonces. Ha cambiado, por supuesto, todo cambia. Hay todavía más puestos que antes y hay dulces que en mi infancia no existían, particularmente los empaquetados. Pero todavía es impactante. Y junto con algunos importados o con nombres en inglés, se encuentran todavía los dulces de leche como los macarrones que los vendedores acomodan de la misma forma en que lo han hecho siempre. Como grecas aztecas en el templo del dulce. Los vendedores son en su mayoría, también hacedores de dulces, sobre todo de las frutas cubiertas y las alegrías que se elaboran con la misma imaginación y creatividad de siempre. Y que son tan, pero tan mexicanos.
En algún país árabe, no recuerdo cuál, vi un mercado en el que entre hileras de especies se mezclaba algo que me recordó a nuestras frutas azucaradas, pero no creo que sea muy común en ningún otro país, por ejemplo, el acitrón, hecho del tallo de la biznaga que crece en zonas áridas de México. Ni tampoco creo que a cualquiera se le ocurran las cosas que se nos ocurren a los mexicanos, como hacer un dulce de una planta cactácea o ponerle el nombre de trompadas a los dulces más duros del mundo, o enchilar los tamarindos, o estirar las charamuscas, confitar el chilacayote o las tunas o rellenar los limones con coco.
En algún país árabe, no recuerdo cuál, vi un mercado en el que entre hileras de especies se mezclaba algo que me recordó a nuestras frutas azucaradas, pero no creo que sea muy común en ningún otro país, por ejemplo, el acitrón, hecho del tallo de la biznaga que crece en zonas áridas de México. Ni tampoco creo que a cualquiera se le ocurran las cosas que se nos ocurren a los mexicanos, como hacer un dulce de una planta cactácea o ponerle el nombre de trompadas a los dulces más duros del mundo, o enchilar los tamarindos, o estirar las charamuscas, confitar el chilacayote o las tunas o rellenar los limones con coco.
En estos días hay gente que se pone triste. Les da tristeza la Navidad. Les provoca nostalgia. Algunos pasan de la tristeza a la depresión. A una amiga que me contó justamente que se comenzaba a sentir deprimida, le aconsejé que se diera su vuelta por el mercado de los dulces. El mejor remedio, me dijo cuando regresó repleta de historias que contar sobre el nombre de los dulces, el aroma y la mirada de los hacedores de dulces mexicanos. Sonoros y aromáticos. Como un poema que está por escribirse, como una fiesta, aligeran la carga de lo cotidiano. Y nos hacen sentir.
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