sábado, diciembre 29

Mono de Madrid

Vuelvo a escuchar el respiro de Madrid, recupero sus voces. Miro otra vez el invierno transparente de Madrid, el descaro de la luz sobre los techos, las calles repletas de jóvenes, mujeres, ancianos. Miles de madrileños de todos las edades, de todos los oficios, reunidos en el centro de una ciudad que todavía acaricia y se deja acariciar sin defenderse. Sin hacernos sentir que todo, absolutamente todo, está en riesgo. Sobre todo nosotros. La parte nuestra que no nos pertenece.



Regreso a Madrid, la ciudad en la que viví ocho años y de la que me fui hace 14 meses, sigue gimiendo de placer y aún sonríe, cuando siente la vida que camina sobre su cuerpo de asfalto.

¿Qué tiene Madrid que se está tan bien en ella?, me pregunté mientras caminaba por el parque del Retiro, por los alrededores del Museo del Prado, la Plaza de Santa Ana, por Tirso de Molina y Lavapiés. ¿Qué es lo que nos atrapa? Finalmente no es una ciudad tan espectacular como otras ciudades de Europa. Es pequeña, medio provinciana, rezongona. Pero nos atrapa. A mí me hizo llorar de nostalgia en no pocas ocasiones los últimos meses. Sentí repetidamente un deseo tremendo de volver a ella. Tuve “mono”, como le dicen los españoles al síndrome de abstinencia. Mono de Madrid. Nostalgia de vivir las 24 horas del día, viva. Sin sentir en ningún momento el cansancio de vivir. El hartazgo de no encontrar la forma de romper esquemas y reír sin razón que lo justifique. Sin tener que demostrar que existe la verdad o fingir que creemos en todo aquello que de tanto pronunciar existe. Sin creer que es necesario creer que es posible ser exactamente lo que nos dicta el alma.

Madrid es así, una ciudad que nos toca el alma. Sin ningún interés, sin motivo aparente, nos quiebra y nos coloca a su lado. Sin decretar estados de guerra, sin dictar leyes, sin hacernos jurar causa alguna, nos conduce al campo de batalla. Un campo de batalla en el que el enemigo, el único enemigo es el engaño. La sola posibilidad de perder la capacidad de imaginar.

Apenas llegué a Madrid y me lancé a sus calles. Quise reconocer la ciudad, compararla con la mía, internarme en su mundo tan a flor de piel, tan carnal, tan expuesto a la luz y a la sombra. Por eso comencé por buscar a Gala, la mujer escultura de Salvador Dalí en la plaza que lleva su nombre. Plaza Dalí, pegadita al Palacio de los Deportes. Y volví a escuchar el respiro de Madrid, recuperé sus voces. Las voces de los madrileños con acento ecuatoriano, los niños morenitos devolviendo la vida a esta ciudad que hasta hace unos cuantos años contaba, uno a uno, los hijos que le quedaban. Madrid ecuatoriana, colombiana, africana, cubana. Madrid polaca, rusa, rumana, checa. Madrid de las enseñanzas. Madrid que me arropó y me arropa con sus voces ajenas. Las únicas voces que se escriben.

No pude evitar entrar a El Barril. El restaurante de mariscos que me quedó siempre tan a la mano, a unos pasos nada más de mi edifico. Las mejores ostras, intensas, carnosas. Una copita de mar para abrir el apetito. El Barril, hay cola para entrar en un domingo, si no hay espacio ¿qué no ve?, contesta el mesero con sus modos de siempre. El mesero entrañable que termina haciéndote un espacio donde no lo hay y charlando con los clientes extranjeros que no entienden la palabra golpeada, el modo de los madrileños de ser madrileños, aunque no lo sean. Aunque hayan nacido en Extremadura o en Valencia aquí se han hecho madrileños, sencillamente porque les dio la gana de ser madrileños. A golpe de palabras golpeadas que en realidad acarician, arropan, atrapan, nos envuelven, se hicieron madrileños. Aunque sigan cantando hasta la madrugada como si estuvieran en Sevilla. El canto que se escucha en la palma de la mano de todos los gitanos.

Lavapiés está lleno de gitanos. Es uno de sus territorios naturales. El Barrio de Lavapiés que es también la tierra de Agustín Lara y de su emperatriz. Y el sitio donde se encuentra una de las tabernas más antiguas de Madrid. Mi taberna le digo yo desde hace años. Uno de los sitios donde mejor me he sentido. La Taberna de Antonio Sánchez que tiene más de cien años de no ver viendo los cambios que se registran a su alrededor. Haciéndose la loca, como sin no pasara nada. Como si no hubieran desaparecido todas o casi todas las otras tabernas del barrio. Como si algo, como si nada.

No me aguanté un día más el Mono de Madrid. A unas horas de haber llegado me tiré a sus calles. Después de la Plaza Dalí fui a comer a la taberna, por ver al tabernero y a su esposa Merceditas. La hacedora de la mejor olla gitana que jamás nadie ha probado. La chamana española de la olla gitana, las torrejas y de las natillas. Merceditas, la esposa de curro el tabernero. Mi amiga, mi cómplice casi. La reveladora de todas las mentiras que se acomodan en los platos y en los tenedores.

No nos importaron nada las miradas de los madrileños ni la de los turistas. Curro y yo nos abrazamos llorando casi de volver a vernos A él se le pusieron los pelos de punta. “Me se puso” la piel de gallina, me dijo en andaluz mientras Merceditas, desde la cocina sonreía su sonrisa madrileña.

Madrid tiene eso, a todos los bautiza madrileños. Al tabernero andaluz, al extremeño, al ecuatoriano. A mí que apenas llegué a Madrid y me lancé a sus calles para reconocerme mexicana. Para no olvidar que es posible reír sin razón cuando se escuchan los sonidos de una ciudad que arropa sin robarnos ni una sola pizca de lo que en otras tierras construimos. Sin condenarnos a dejar de ser, exponiendo más bien a cielo abierto, las voces de sus habitantes. Concediéndonos la oportunidad de escucharnos como sólo se escuchan las voces que se pronuncian en la ciudad. En todas las ciudades que respiran y dejan respirar a la vida.

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