Concha Buika, el caos y la verdad
Fue como entrar a las venas ardientes de la ciudad. De esa ciudad que todavía algunos pensamos que es posible rescatar. La ciudad salvaje, brava, respondona, y al mismo tiempo envuelta en una insólita ternura. Una ternura que arranca los nudos del miedo y del hastío.
Así es Buika, Concha Buika, la cantante española que este fin de semana en el Lunario del Auditorio Nacional de la Ciudad de México, rió, gritó, gimió, lloró y por un momento se volvió la luz de la ciudad, su canto.
Y su sombra, su visible oscuridad.
Nació en Palma de Mallorca hace 37 años. Su madre, al igual que su padre y el resto de su familia, es originaria de Guinea ecuatorial. De ella agarró Buika el gusto por el jazz, y de su calle en Mallorca, el quejido del flamenco y las historias de las coplas. Su propia historia.
Buika se sube al escenario con un programa que canta a medias, que derrama, que trasgrede. Hace lo que le da la gana; se roba las letras de las canciones rancheras, las abraza y se las lleva por callejones improvisados desde donde inventa, le inventa frases a Volver, volver y las suelta al borde de los ojos que la miran sin perderse una nota, un gesto, una sonrisa de Buika que más tarde lo supe, se emociona y se ríe por dentro cuando improvisa. Vive Buika que piensa que ser artista no es cantar, ni bailar, ni pintar, sino hacer de la vida un arte, esculpirla, lavarle el rostro con agua de árbol, desenterrarla en canción, recrearla sin perder lo que fue. Quizá por ello se haya tatuado Buika la piel con palabras que ya dejaron de existir. Y que le dictan su canto.
Cuando canta una copla Buika también quiebra el orden y ya cerca del caos, lo supera, lo ordena, le sustrae el dolor a la copla y al vientre desde donde lo canta. Y es que la copla, dice Buika, más que un canto es un modo de vida. Un modo de vida que crece en el cuerpo, de punta a punta.
Fui al concierto de Buika con el cuerpo cansado de ciudad. La mente despojada del espacio que habitualmente requiere para reposar, respirar hondo y sonreír. Fui al concierto de Buika urgida de paz, de piel, de armonía. Con ganas de encerrarme a llorar en medio de un teatro lleno a reventar. Plagado de gente que quizá buscaba lo mismo que yo, o simplemente quería secarse la lluvia de los hombros. O gozar la voz, la magia de Buika, la de su pianista Iván y a la de Rafa, el tecladista.
Hay quien dijo que Buika se adueñó del escenario. Se atrevió a utilizar una cámara y disparar una, dos, tres veces sobre los dedos de viento del pianista y sobre el húmedo rostro del baterista. Pero cuando le cantó a la nostalgia, al desamor, a la mentira, Buika se apropió de todos los que fuimos a escucharla. Los urgidos de paz, la encontramos. Pero no sólo la paz, también encontramos una cierta inquietud, un hormigueo en las entrañas en señal de alarma. Un deseo de apagar a la muerte que en la ciudad se mira, arrogante, en los espejos de piedra. Y respirar entonces a la vida.
La vida también está en el canto. En la fuerza prodigiosa del canto y de la música, cuando los que la crean, riegan las raíces de asfalto. Y creen y nos hacen creer en la posibilidad de secarnos la lluvia del cuerpo, transparentar el humo incrustado en las pupilas, sonreír y llorar al mismo tiempo que el grito se acomoda sobre una nota que rompe el compás.
Romper para iluminar, para diferenciar. Buika es diferente. Pero no se trata de ser diferente. O no nada más de ser diferente. Se trata también de acercarse como lo hace, a quienes la escuchamos. Tocarnos casi, arrancarnos los nudos del miedo; hacernos sentir que por algún hueco de la ciudad, entramos a sus venas con los ojos cerrados, para verla mejor.
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