La llorona de Chavela en las calles de la ciudad
Ya se desgració todito, nos dijo con voz firme Chavela Vargas, mientras escuchábamos los testimonios de los familiares y amigos de las víctimas de la violencia que participaron en la marcha que iluminó la mayor plaza pública de México el último día de agosto de este año 2008. ¿Cuándo comenzó?, ¿en qué momento se dejó sentir la violencia?, ¿hace 15 años?, ¿hace 20?, le preguntó a Chavela un adolescente que no recuerda haber jugado nunca futbol ni canicas ni patinado libremente en las calles de su ciudad.
Comenzó el día en que la gente dejó de mirar hacia adentro, respondió Chavela. Adentro de uno mismo, donde antes estaba la cura de todos los males. Y ahora es, para muchos, solo un obscuro vacio. Nada más.
Chavela Vargas no asistió a la marcha. Pero la siguió atentamente por televisión. Parecía triste. Triste de ver cómo todito se desgració, y triste también porque dice que ella ya no verá nunca otro México. El remedio, si lo hay, será costoso, largo, escurridizo. No será fácil que le abran la puerta al remedio, si acaso alguien lo encuentra. Se acabarían los privilegios, el dinero fácil, el batallón de sirvientes, la reserva de escuderos. Se acabaría la impunidad y con ella, aquellos que la llevan enfundada en la cintura. Estallarían.
Chavela Vargas no le achaca la responsabilidad de tanta violencia a nadie. Se la atribuye a todos. O a casi todos. A los presidentes que llenaron de corruptos sus gobiernos. A los funcionarios que exigieron a sus subalternos ingresar a las filas de los deshonestos. A los deshonestos que repartieron la parte que les tocaba del negocio a otros subalternos. A quienes guardaron y guardan silencio, cierran los ojos, voltean su mirada. A quienes arrojaron a los infiernos su capacidad de indignarse. A los que justifican el abuso, las violaciones, la violencia.
Antes, cuando Chavela Vargas era joven, solía recorrer con una multitud de amigos las mismas calles que recorrieron los manifestantes. Solo que no iban vestidos de blanco. Ni llevaban velas. Ni habían sentido nunca los efectos que causa la inseguridad. Solían reunirse en El Ángel y de ahí se iban a comer a lo que hoy es La Fonda de El Refugio. Ya bien comidos y mejor bebidos, entraban al mercado para contratar a la banda de música. Y toda la tarde y gran parte de la noche, caminaban por Paseo de la Reforma, cantando, bailando, riendo la risa pura, sin miedo, limpia como una veladora blanca. Transparente, como el viento que abre el camino a los sueños.
Fue como un sueño, me dijo Jimena de 13 años al día siguiente de la marcha. La busqué para que me contara cómo se sintió en la manifestación, qué sintió, qué miró, qué pensó. Jimena apenas podía ordenar sus frases, quería decirlo todo al mismo tiempo. Jimena que lleva dos años en una institución de apoyo a niñas de la calle, se sintió plena en la marcha. Satisfecha, feliz, íntegra, Jimena gritona sacó en pleno Zócalo todo lo que hace tiempo no podía ni siquiera pronunciar y le estorbaba, le lastimaba, le quemaba casi, me confesó. Lo dije todo, me dijo. Todo lo que ha sentido durante los últimos años, aún estando ya dentro de la institución. Dejó salir su miedo; su impotencia, su rabia de no poder ir a la escuela que iba antes, porque ya son varias las alumnas que han sido violadas al salir por la noche de la secundaria. Y porque dentro de la escuela, las niñas venden las drogas que su mamá o sus tíos, sus hermanos, su padrastro, el vecino, alguien les mete en la bolsa del uniforme. Y si no las venden les dan tremenda paliza, les parten la boca a patadas, me contó Jimena, que fue a la manifestación con un grupo de niñas que están con ella en la institución. Niñas como ella que le conocen el rostro a la violencia y que un día fueron rescatadas de la calle por una organización que creyó en ellas. Fue cuando ellas también creyeron en algo, en alguien, en la vida, en sí mismas. Pero ahora, me dice Jimena atropellada, tenemos otra vez miedo. Miedo a que el odio nunca se acabe. El odio le dice Jimena a la sinrazón.
Ya se desgració todito, dijo Chavela Vargas mientras escuchaba el dolor de las víctimas. Después ya no comentó nada. Pasó casi una hora en silencio. Atenta a la palabra, a la luz, al Zócalo. A ese Zócalo que un domingo de hace ocho años, invitada por Alejandro Aura, entonces director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, la escuchó cantar mirando hacia adentro.
Aún quedan almas que reclaman, dijo Chavela cuando terminó la marcha. Después cantó suavecito, una estrofa de “La llorona”. Y volvió a mirar hacia adentro.
Comenzó el día en que la gente dejó de mirar hacia adentro, respondió Chavela. Adentro de uno mismo, donde antes estaba la cura de todos los males. Y ahora es, para muchos, solo un obscuro vacio. Nada más.
Chavela Vargas no asistió a la marcha. Pero la siguió atentamente por televisión. Parecía triste. Triste de ver cómo todito se desgració, y triste también porque dice que ella ya no verá nunca otro México. El remedio, si lo hay, será costoso, largo, escurridizo. No será fácil que le abran la puerta al remedio, si acaso alguien lo encuentra. Se acabarían los privilegios, el dinero fácil, el batallón de sirvientes, la reserva de escuderos. Se acabaría la impunidad y con ella, aquellos que la llevan enfundada en la cintura. Estallarían.
Chavela Vargas no le achaca la responsabilidad de tanta violencia a nadie. Se la atribuye a todos. O a casi todos. A los presidentes que llenaron de corruptos sus gobiernos. A los funcionarios que exigieron a sus subalternos ingresar a las filas de los deshonestos. A los deshonestos que repartieron la parte que les tocaba del negocio a otros subalternos. A quienes guardaron y guardan silencio, cierran los ojos, voltean su mirada. A quienes arrojaron a los infiernos su capacidad de indignarse. A los que justifican el abuso, las violaciones, la violencia.
Antes, cuando Chavela Vargas era joven, solía recorrer con una multitud de amigos las mismas calles que recorrieron los manifestantes. Solo que no iban vestidos de blanco. Ni llevaban velas. Ni habían sentido nunca los efectos que causa la inseguridad. Solían reunirse en El Ángel y de ahí se iban a comer a lo que hoy es La Fonda de El Refugio. Ya bien comidos y mejor bebidos, entraban al mercado para contratar a la banda de música. Y toda la tarde y gran parte de la noche, caminaban por Paseo de la Reforma, cantando, bailando, riendo la risa pura, sin miedo, limpia como una veladora blanca. Transparente, como el viento que abre el camino a los sueños.
Fue como un sueño, me dijo Jimena de 13 años al día siguiente de la marcha. La busqué para que me contara cómo se sintió en la manifestación, qué sintió, qué miró, qué pensó. Jimena apenas podía ordenar sus frases, quería decirlo todo al mismo tiempo. Jimena que lleva dos años en una institución de apoyo a niñas de la calle, se sintió plena en la marcha. Satisfecha, feliz, íntegra, Jimena gritona sacó en pleno Zócalo todo lo que hace tiempo no podía ni siquiera pronunciar y le estorbaba, le lastimaba, le quemaba casi, me confesó. Lo dije todo, me dijo. Todo lo que ha sentido durante los últimos años, aún estando ya dentro de la institución. Dejó salir su miedo; su impotencia, su rabia de no poder ir a la escuela que iba antes, porque ya son varias las alumnas que han sido violadas al salir por la noche de la secundaria. Y porque dentro de la escuela, las niñas venden las drogas que su mamá o sus tíos, sus hermanos, su padrastro, el vecino, alguien les mete en la bolsa del uniforme. Y si no las venden les dan tremenda paliza, les parten la boca a patadas, me contó Jimena, que fue a la manifestación con un grupo de niñas que están con ella en la institución. Niñas como ella que le conocen el rostro a la violencia y que un día fueron rescatadas de la calle por una organización que creyó en ellas. Fue cuando ellas también creyeron en algo, en alguien, en la vida, en sí mismas. Pero ahora, me dice Jimena atropellada, tenemos otra vez miedo. Miedo a que el odio nunca se acabe. El odio le dice Jimena a la sinrazón.
Ya se desgració todito, dijo Chavela Vargas mientras escuchaba el dolor de las víctimas. Después ya no comentó nada. Pasó casi una hora en silencio. Atenta a la palabra, a la luz, al Zócalo. A ese Zócalo que un domingo de hace ocho años, invitada por Alejandro Aura, entonces director del Instituto de Cultura de la Ciudad de México, la escuchó cantar mirando hacia adentro.
Aún quedan almas que reclaman, dijo Chavela cuando terminó la marcha. Después cantó suavecito, una estrofa de “La llorona”. Y volvió a mirar hacia adentro.
1 comentario:
Dios le de muchos años mas de vida a nuestra querida Chavela.
Excelente articulo
Saludos
Memo Sanchez G.
www.chavelavargas.com.mx
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