Muertos mestizos
No faltó nadie, estuvieron desde el cineasta Luis Buñuel, hasta los escritores Salvador Elizondo y Alejandro Aura, pasando por el galán Mauricio Garcés, el filósofo alemán Walter Benjamin, y el historiador Edmundo O´Gorman. También levantaron una enorme ofrenda para Mamá Tomasa, una mujer que a raíz de que su hijo muriera ahogado en un pozo, decidió habitar el universo de la locura, y otro para un nutrido grupo de artistas, entre ellas Frida Kahlo, Remedios Varo, Lola Álvarez Bravo y Tina Modoti, cuyas fotografías estaban pegadas sobre los rostros de unas muñecas Barbie. No faltó el altar dedicado a las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez y uno pequeño pero muy artístico, dedicado a Doña Jesusa Rodríguez, Doña Jesu, como siempre le dijeron sus amigos y la gente que la quiso. Los altares se colocaron desde el miércoles 29 y de no haber sido por la comida, el vino tinto y sobre todo, por el acento de las miles de personas que acudieron a verlos, cualquiera hubiera jurado que estábamos en México y no en Madrid.
Los altares mexicanos no sólo comienzan a ser vistos con admiración en Madrid, sino que además muchos madrileños se unieron este año a la fiesta y montaron sus propias ofrendas. Y todo esto en la sede de la representación del Principado de Asturias, cuyo director Miguel Munarri aceptó la iniciativa de la Casa de Zacatecas en España, de la revista Letras Libres y de la Embajada de México de convocar a través de Internet a la colocación de altares. Fueron más de 20 personas las que se animaron y sin excepción, cumplieron con todas las reglas de cualquier altar.
A mí me pidieron que levantara el de Alejandro Aura y que diera una plática sobre los altares familiares. Entonces me puse a contarles cómo se me había metido la manía de hacerles cada año una fiesta a mis muertos, estuviera yo en el país que estuviera. Y les conté que cuando el martes pasado en la Casa de América escuché a Carlos Fuentes decir que los escritores que no tienen abuelitas le dan lástima, me sentí totalmente de acuerdo con él.
Sólo que a mí no nada más me dan lástima los escritores sin abuelas, sino cualquiera que tenga la necesidad de usar la imaginación para vivir, para reír, para sentir. Yo por lo menos no sé qué hubiera hecho sin la mía. Fue mi bisabuela quien tuvo la genialidad de transmitirme, integra, su memoria. Fue ella quien me enseñó que es posible mirar con el pensamiento, y con la mirada hablar; quien me contó las historias que dieron vida a su vida y que, aún muerta, se la siguen dando. Es decir, me enseñó a tenderle una emboscada al olvido. De nuestros antepasados, me dijo un día, heredamos la memoria, que es como un pez que por las noches despliega sus alas de pájaro. Consérvala.
La primera vez que levanté un altar en Madrid, tenía pocos meses de haber llegado. Coloqué mi ofrenda con mi hermano mayor en el sitio central, pues llevaba apenas unos meses de haber muerto y envié a quien pude la invitación que mi hijo diseña cada año para la fiesta de muertos. Estuve a punto de perder a casi todos mis nuevos amigos. Casi ninguno entendió el porqué de la fiesta, de las calacas, de la risa en las calaveritas de azúcar, de la música, del pan de muertos, de las flores, del plato de harina. Todos, o casi todos me miraban extrañadísimos y un poco asustados cuando les contaba que en la harina dejarían la huella mis muertos al momento de llegar al altar. Se hicieron terribles e incomodísimos silencios en varias ocasiones. Hasta que la música, el tequila y el baile se encargó de quitarles el espanto.
Al año siguiente ya estaban más relajados. Incluso mi amiga Isabel me ayudo a ponerle arte al altar a partir de ese año. Y se volvió toda una experta.
El que levantamos este año dedicado a Alejandro Aura tenía ese toque gitano que no le va nada mal. A la gente le gustó. Hicieron todo tipo de preguntas. Y ninguno se asustó, ni pensó que estamos locos, ni que los mexicanos somos medio raros. Se quedaban viendo los altares con respeto y luego se reían. Como debe de ser.
Algunos de los altares fueron levantados por jóvenes. Mexicanos algunos, españoles otros. Son las nuevas formas de ver a la muerte. Con imaginación, con creatividad, con ganas de tenderle una emboscada al olvido. Y conservar la memoria. Para vivir.
La mañana de este domingo, antes de quitar el altar, miré las fotografías, el plato de harina, el mole sin olor, el mezcal sin sabor y comprobé una vez más que es la muerte la que levanta en México a la vida.
Los altares mexicanos no sólo comienzan a ser vistos con admiración en Madrid, sino que además muchos madrileños se unieron este año a la fiesta y montaron sus propias ofrendas. Y todo esto en la sede de la representación del Principado de Asturias, cuyo director Miguel Munarri aceptó la iniciativa de la Casa de Zacatecas en España, de la revista Letras Libres y de la Embajada de México de convocar a través de Internet a la colocación de altares. Fueron más de 20 personas las que se animaron y sin excepción, cumplieron con todas las reglas de cualquier altar.
A mí me pidieron que levantara el de Alejandro Aura y que diera una plática sobre los altares familiares. Entonces me puse a contarles cómo se me había metido la manía de hacerles cada año una fiesta a mis muertos, estuviera yo en el país que estuviera. Y les conté que cuando el martes pasado en la Casa de América escuché a Carlos Fuentes decir que los escritores que no tienen abuelitas le dan lástima, me sentí totalmente de acuerdo con él.
Sólo que a mí no nada más me dan lástima los escritores sin abuelas, sino cualquiera que tenga la necesidad de usar la imaginación para vivir, para reír, para sentir. Yo por lo menos no sé qué hubiera hecho sin la mía. Fue mi bisabuela quien tuvo la genialidad de transmitirme, integra, su memoria. Fue ella quien me enseñó que es posible mirar con el pensamiento, y con la mirada hablar; quien me contó las historias que dieron vida a su vida y que, aún muerta, se la siguen dando. Es decir, me enseñó a tenderle una emboscada al olvido. De nuestros antepasados, me dijo un día, heredamos la memoria, que es como un pez que por las noches despliega sus alas de pájaro. Consérvala.
La primera vez que levanté un altar en Madrid, tenía pocos meses de haber llegado. Coloqué mi ofrenda con mi hermano mayor en el sitio central, pues llevaba apenas unos meses de haber muerto y envié a quien pude la invitación que mi hijo diseña cada año para la fiesta de muertos. Estuve a punto de perder a casi todos mis nuevos amigos. Casi ninguno entendió el porqué de la fiesta, de las calacas, de la risa en las calaveritas de azúcar, de la música, del pan de muertos, de las flores, del plato de harina. Todos, o casi todos me miraban extrañadísimos y un poco asustados cuando les contaba que en la harina dejarían la huella mis muertos al momento de llegar al altar. Se hicieron terribles e incomodísimos silencios en varias ocasiones. Hasta que la música, el tequila y el baile se encargó de quitarles el espanto.
Al año siguiente ya estaban más relajados. Incluso mi amiga Isabel me ayudo a ponerle arte al altar a partir de ese año. Y se volvió toda una experta.
El que levantamos este año dedicado a Alejandro Aura tenía ese toque gitano que no le va nada mal. A la gente le gustó. Hicieron todo tipo de preguntas. Y ninguno se asustó, ni pensó que estamos locos, ni que los mexicanos somos medio raros. Se quedaban viendo los altares con respeto y luego se reían. Como debe de ser.
Algunos de los altares fueron levantados por jóvenes. Mexicanos algunos, españoles otros. Son las nuevas formas de ver a la muerte. Con imaginación, con creatividad, con ganas de tenderle una emboscada al olvido. Y conservar la memoria. Para vivir.
La mañana de este domingo, antes de quitar el altar, miré las fotografías, el plato de harina, el mole sin olor, el mezcal sin sabor y comprobé una vez más que es la muerte la que levanta en México a la vida.
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