lunes, enero 26

El delito más libre

Tendría unos diez u once años cuando por primera vez sentí que mi cuerpo y yo percibíamos juntos al mundo. Sucedió en plena calle de la ciudad de México, ignoro en qué zona, pero recuerdo el tráfico lento, la entrada de la tarde, mi madre conduciendo y al enorme parabrisas trasero del autobús que teníamos enfrente. A esas alturas yo ya había visto no sé a cuántas parejas besarse —incluidos, por fortuna, a mis padres—, abrazarse, acariciarse en los parques, en el cine, o en una película, sin que sucediera nada, absolutamente nada en mi interior. Pero esa tarde, cuando desde el automóvil familiar vi a un hombre y a una mujer besarse largamente en la parte trasera del autobús, supe que en ese preciso momento mi cuerpo había sido habitado por una fuerza desconocida, inexplorada, mágica casi. Tenue y al mismo tiempo explosiva.

Fue esa la forma de convertirme en mujer. A través de la mirada. Y de un beso ajeno, público, amoroso, fieramente humano, real, generoso. Nunca supe, obviamente, cual fue el destino de aquella pareja. Nunca me interesó siquiera volver a pensar en ellos, ni osé inventarles una historia. Sólo me importaba el beso. Lo que la mirada, a través del beso, me entregó; lo que desgarró en el rincón de los secretos que toda niña guarda sin saberlo. Hasta que sucede. Hasta que dejamos de sentirnos parte integral del todo que nos rodea para comenzar a transitar por el territorio de las soledades.

La soledad de la mujer que comienza a andar su vida y se esconde debajo de su pecho.

Hay quienes aseguran que la soledad es el precio que tenemos que pagar aquellas mujeres con adicción a la libertad. Que no hay libertad con compañía permanente, ni hay tampoco estabilidad, quietud, descanso. Ser libre, dicen, es sentir a la soledad dormida en nuestros brazos. No siempre hiriente, nunca cruel, pero insistente. Como un huésped que cuando se marcha nos deja alistando su regreso. Y en algunas ocasiones, también amando.

La soledad puede ser también ese sentimiento que brota tras el beso. Esa especie de vacío al que nos tiramos después de haber experimentado las sensaciones que produce un beso, un buen beso. Un beso sin tiempo en el cuerpo. Sin otras voces, ni jueces, sin nadie que lo califique. Y menos que lo juzgue.

Si todavía estuviera a tiempo de pedir mis deseos para el 2009, pediría entre otros, que en la ciudad de México donde vivo, nunca vengan a instalarse los depredadores de besos, los jueces destructores del placer, los caza deseos, como el gobernador de Guanajuato, Eduardo Romero Hicks quien prohibió los besos en la calle. Y no es porque tenga yo la costumbre de irme besando en espacios públicos ni mucho menos. Es solamente que no imagino lo que sucedería si se aniquila la libertad de besar donde le venga en gana al deseo. Al amor, a la necesidad de salvarnos de las criaturas grises que rondan en las avenidas, en busca de la desdicha. Solo a ellas puede dañarles mirar un beso.

Recuerdo mi niñez y la de mis hijos. Pienso en mi hija, ya adulta, y en su libertad para amar. Y pienso también en su soledad que es un poco como la mía, sabia en ocasiones, nos abre las puertas del viento. Y respiramos. Pienso en mi hijo adolescente y en su forma de ser libre, tan distinta a la nuestra. La libertad como fórmula para crecer. Para conocer el mundo, para caminar cada uno de sus rincones. Sin miedo. Sin ninguna cautela, transitar por los sueños para despertar rastreando su propia juventud, el cuerpo dormido del joven que ya es. El joven que me contó su primer beso y al hacerlo palabra volvió a su sueño. El sueño del que despertó cuando le abrieron los ojos con la daga del miedo. También mi hijo eligió la libertad y no fue la soledad la que se le impuso, sino el miedo. Un miedo que vino de fuera. Porque yo nunca le enseñé a cuidarse por las calles, ni le dije de qué, de quién, ni le prohibí movilizarse en Metro y otros transportes públicos, a pesar de su pinta de güerito de colegio privado, de niñito rico, de blanquito de mierda, como le dijeron cuando lo amenazaron de muerte. Cuando le quitaron la libertad. Cuando lo obligaron a no volver a utilizar el Metro, a sospechar, a dejar su manía de hacer amigos donde sea. A no ir sonriendo sin ninguna causa por el mundo, como quien sonríe a sus amores invisibles. Pero, aunque el miedo habita hoy en su cuerpo, aún sonríe. Y aunque se haya hecho adulto a la mala, aunque yo me esté muriendo de rabia, nunca dejará de buscar a media calle, un beso. Sin importarle el acoso de las criaturas grises. Ese será su delito. Y mi consuelo.

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