Identidad interrumpida
De vez en cuando, a lo largo de la vida, es preciso revisar la historia. Plantarnos de frente al pasado y mirar con ojos limpios lo que fuimos. Descubrir cómo, por qué, desde cuándo somos lo que somos. Y preguntarnos cómo diablos no nos cansamos de repetir uno a uno los desastres, el caos, los horrores. Uno a uno los engaños, el acoso, las mentiras, las falsas promesas, las traiciones, los actos de violencia, los desamores.
Algunas veces es preciso también atrevernos a tocar los rostros de aquellos que quisieron abrir un hueco a la mentira. Escuchar el respiro de los que se negaron a pasar a la historia como grandes caudillos, jefes de jefes, mesías de mesías. Tenían todo para serlo: inteligencia, valor, preparación, relaciones, capacidad de mando. Pero les falló el tamaño, demasiado pequeño, de su ego. Nunca consiguieron conjugar, con la maestría de los que lo han hecho y aún lo hacen, la primera persona en todos y cada uno de los tiempos. Ni menos con cualquier verbo o sustantivo. No quisieron o por fortuna, no pudieron, hacer otra cosa que crear, pensar, amar. Algunos tallaron una llave de madera en el desierto. Abrieron el desierto y lo tiñeron con colores de un poema que nadie escribió. Es por ello que cuando pensamos en ellos sentimos la tentación de reinventar la historia. Reinventarnos. Tal como siempre hemos pensado que queremos ser. Realizar el deseo, sin permitir que deje de existir. Deseando desear.
Algunas veces es preciso simplemente desatar la memoria. Quitarle los nudos que la arrogancia le ha colocado a la historia. Ver la transparencia en las venas de las mujeres sin nombre ni apellido que se empeñaron en sacarse, una a una, las astillas de la lengua para pronunciarse. Hablar, gritar. Decidir. Las que nos dejaron abierto el espacio para montar a plena calle una pista de baile, un foro, un puesto de tamales, un parque, una voz, un hospital amigo, una biblioteca de libros escritos por los hombres que les tendieron la mano a las mujeres,. Y por mujeres. Un poema, un museo, un canto.
Ignoro cuántos años tenemos que vivir antes de lanzar la pregunta que denuncia. O admitir la ansiedad que nos desnuda y nos descubre en la orfandad en la que ahora, muchos se encuentran. O dicen que se encuentran. Dicen que es producto de la crisis. Pero desde antes aún de la crisis, éramos ya huérfanos, por más padres teóricos, financieros y políticos que nos hayan pronunciado hijos suyos. La crisis estaba ya ante nosotros. Sin rostro quizá, pero con su fauces devoradoras de almas. De casi todas las almas, menos de los adolescentes.
Mi hijo adolescente me preguntó el otro día dónde quedaba el amor. En qué nivel, en qué discurso, en qué caverna de todas las cavernas que va uno cavando en el alma. Sufrió una pena de amor. Y está convencido de que no hay nada peor que quedarse huérfano de amor. No sabe todavía que aunque es cierto que no hay nada peor que quedarse huérfano de amor, habrá pronto de encontrar otro amor que llenará la ausencia de aromas en su cuerpo. No sabe que hay otras heridas que se llevan en la mano a lo largo de décadas. A flor de piel, las heridas de piel. Son heridas que tienen historia. Heridas que no admiten cicatrices. Ni remedios, ninguna vasija para verter la sangre Son las heridas que la sociedad asume como bienes. La herencia maldita. La manía de repetir las mismas calamidades. La herida sobre la herida. Fuimos objeto de la impunidad. Seamos impunes. O aceptemos el nuevo rostro del abuso. Es esa la herida. La más profunda.
No le dije a mi hijo que pronto otro amor habrá de desgajar su piel hasta la asfixia. No lo creería. Nadie que ama de verdad cree en otro amor más que en el amor imposible. Hasta que nace, victorioso el nuevo amor, de la derrota.
Tampoco le dije que tiene razón. Y no se lo dije porque las personas de mi generación ya casi no decimos nada. O si lo hacemos, es por decir cualquier cosa. No exactamente hablamos de lo que creímos. Cuando creímos. Cuando fuimos. Cuando pensábamos que cambiaríamos el horror, desgarraríamos la mentira, bailaríamos en el triple funeral de la violencia, la prepotencia, la impunidad.
Ahora es diferente. No se habla. Ni se pronuncia la palabra del espejo. Nadie lleva un espejo a las citas con los grandes estrategas. O casi nadie. Ayer me contaron que un intelectual le dijo a un mesías lo que no quería escuchar. No tengo ni idea si servirá. O si le servirá al mesías saber que antes de él están los otros que dejaron su piel por él. Pero decirlo es ya un ejercicio. Lo contrario no ha servido más que para hundirnos más. Para ahondar la fosa en el sitio donde ya yacía un cadáver. No ha servido más que para darle respiración boca a boca al cadáver. O a los cadáveres que en estos días iluminan su sombra.
En la última semana de enero, reviso el calendario para ver cuáles y cuántos son los días de fiesta este año. Le comento a mi hijo que estoy buscando las fechas de los días de fiesta para ir a visitarlo a dónde se lo llevó el miedo, y me responde que nunca antes me había visto buscar las fechas de las fiestas. Antes, me dijo, la fiesta estaba en ti. No me atreví a decirle que ahora llevo una herida en la palma de la mano. Ni que últimamente he pensado que es preciso revisar la historia. Plantarnos de frente al pasado y preguntarnos por qué diablos seguimos reproduciendo tanto, tantísimo caos. Por qué no damos el salto, por qué no recordamos para olvidar que nacimos para ser corruptos, serviles, desleales.
Y de una vez por todas negarnos a soportar ser lo que hoy aparentamos ser.
Todavía no me acostumbro a celebrar los días de fiesta que no son. O si, quizá lo son, pero fueron mudados de un jueves o de un viernes, o martes, o miércoles al lunes. No me acostumbro, digo, pero está bien que así sea. Tendremos más tiempo para desatar los nudos a la historia. E intentar saber por qué diablos seguimos siendo lo que fuimos. O en qué momento dar el salto para entrar a la vida. La vida que está debajo de la vida, abrigada e inmóvil, casi ausente, en el único espacio en blanco del pasado. El espacio desde donde podemos construir.
Desde dónde podemos preguntarnos lo que hasta ahora hemos sido. Y por qué.
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