Los malos deseos
La mayoría de la gente se prepara para recibir al nuevo año. Muchos otros, cada vez más, no lo hacen. No creen, no quieren, no pueden. No consiguen admitir que todo irá mejor, solamente porque estamos a punto de estrenar calendarios. Han dejado de creer en los hechizos, en los sortilegios, en el chaman de todos los tiempos, en el santo de todos los listones, en la magia. No hay ya arte en la magia, no hay magia en la cuenta regresiva, ni en las uvas, ni en las miradas que chocan doce segundos antes del abrazo, para romperlo unos cuantos, solamente unos cuantos se dan cuenta de que finísimos fragmentos de cristales corren en las venas de aquellos a quienes les han mutilado la capacidad de desear. No consiguen expresar ni un solo deseo. No creen en la posibilidad del cambio. Y lloran por dentro de nostalgia, cuando recuerdan los tiempos en que la risa, el tacto, y las palabras sabias reinaban en el territorio de piel que tanto abriga.
Antes, en estas fechas solía hacer un recuento de todo aquello que el año me había entregado. Un hijo, un puñado de amigos, un viaje, trabajo, un libro, un poema al alba, un amor. Y luego venía la lista de dolores: la muerte de un ser querido, el olvido, el perpetuo eco de aquel grito, las varias noches de soñar lo que no será nunca sino sueño. Pero al final siempre acababa sumando. Y creía. Y quería desear que el próximo año el mundo y mi país, abrirían las puertas a lo imposible para contagiar a todos del deseo de vivir. El deseo que comienza por reconocer que somos muy, pero muy afortunados, simplemente porque entre billones de billones de posibilidades negativas, nos tocó nacer. Y eso es suficiente para al final, cuando pase la muerte frente a nosotros, sentir gratitud.
Pero eso era antes. Ahora parece que no es mucho lo que hay que agradecer. O no lo vemos. O nos lo oculta lo otro; la lista infinita de pesares. Los secuestros, los asesinatos, las extorsiones, la desconfianza en las autoridades; la impunidad en las calles, en las aulas, en las oficinas, en los palacios, en los templos. La impunidad arrancando los ojos a la vida que tiembla de miedo cuando deja de reír. El miedo a mirar de otra forma nuestro entorno, nuestra ciudad, nuestra calle. O el miedo a dejar de mirar la voz que todavía pronuncia un saludo, la mano del niño, el rostro de letras del anciano, los colores de la fruta a media calle, los sonidos del mercado y los de la noche. La belleza de un cuerpo. La noche. La luna inmensa que con tanto descaró se acomodó la otra noche en la azotea de la ciudad.
Me olvidé este año de comprar las uvas. No estrenaré ni una sola prenda de vestir. No pondré atención al color de la fortuna. No sé si brindaré. No he escrito la lista de mis buenos propósitos. No he escrito nada en las últimas semanas. Ni un poema, ni un proyecto, ni una línea de mis manos sin huellas de poemas recientes. Me olvidé del propósito de terminar con el año el libro de conversaciones con Chavela Vargas. La semana pasada y por primera ocasión en años, no entregué mi nota a este diario. Llamé para decirles que al día siguiente lo haría. Y luego al otro, y al otro. Perdí la memoria. No me acordé del significado del nombre de mi columna, Ínsula barataria. La isla de Sancho Panza. El sitio de los sueños vivos. De los sueños de todos los que son lo que escriben.
Hasta hoy comienzo a mover los dedos de la prosa. Después de hacer un gran esfuerzo para olvidarme de todo. Desde comprar las uvas, hasta de los rencores, de la rabia de ver como roban la esperanza en cada esquina, del miedo de mis hijos, del dolor de mi madre y del de muchas otras madres; del despertar con minúsculos fragmentos de cristales en las venas, empapado mi rostro. Olvidé por un momento todo eso y respiré.
Hubiera querido que mi última columna del año fuera diferente. Que estuviera llena de buenos deseos. De buenas intenciones, de música, de historias de pies que bailan en los parques. De niñas que se miran al espejo y sonríen cuando se reconocen. Hubiera querido contarles que tuve un sueño. Y que al despertar el sueño era poesía. Y que la libertad que me dio el sueño, se despertó conmigo. Hubiera querido decirles que hay que desear. Desear que el deseo no deje nunca de ser deseo. Pero que se renueve, que nos renueve, que nos arroje al abismo, al fondo de la montaña, al mar abierto. Para que no haya nadie sin voz, nadie sin trazo, nadie que muera de miedo, de rabia, de soledad, de tristeza. Nadie que se quede quieto. Desear que los únicos deseos que parecen realizarse hoy día, los malos deseos, se extingan en el fuego de cualquier amanecer.
Hubiera querido invitarlos a brindar por lo imposible. Decirles que es posible encender lo imposible, escucharlo, construirlo, hacerlo estallar en plena calle. Hubiera querido contagiar mi necesidad, mi brutal necesidad de creer. Tal vez de esa manera volverían a reinar la sonrisa, el tacto y las palabras sabias que tanto, tantísimo abrigan en las invernales noches de la impunidad.
Hasta hoy comienzo a mover los dedos de la prosa. Después de hacer un gran esfuerzo para olvidarme de todo. Desde comprar las uvas, hasta de los rencores, de la rabia de ver como roban la esperanza en cada esquina, del miedo de mis hijos, del dolor de mi madre y del de muchas otras madres; del despertar con minúsculos fragmentos de cristales en las venas, empapado mi rostro. Olvidé por un momento todo eso y respiré.
Hubiera querido que mi última columna del año fuera diferente. Que estuviera llena de buenos deseos. De buenas intenciones, de música, de historias de pies que bailan en los parques. De niñas que se miran al espejo y sonríen cuando se reconocen. Hubiera querido contarles que tuve un sueño. Y que al despertar el sueño era poesía. Y que la libertad que me dio el sueño, se despertó conmigo. Hubiera querido decirles que hay que desear. Desear que el deseo no deje nunca de ser deseo. Pero que se renueve, que nos renueve, que nos arroje al abismo, al fondo de la montaña, al mar abierto. Para que no haya nadie sin voz, nadie sin trazo, nadie que muera de miedo, de rabia, de soledad, de tristeza. Nadie que se quede quieto. Desear que los únicos deseos que parecen realizarse hoy día, los malos deseos, se extingan en el fuego de cualquier amanecer.
Hubiera querido invitarlos a brindar por lo imposible. Decirles que es posible encender lo imposible, escucharlo, construirlo, hacerlo estallar en plena calle. Hubiera querido contagiar mi necesidad, mi brutal necesidad de creer. Tal vez de esa manera volverían a reinar la sonrisa, el tacto y las palabras sabias que tanto, tantísimo abrigan en las invernales noches de la impunidad.
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