Los besos que no nos podemos dar
Guadalupe aprovechó la alerta epidemiológica para poner en orden el estudio de su departamento y la cocina. Ella y su hija adolescente han compartido horas cambiando de sitio las cazuelas, las cucharas de palo, los sartenes, y colocando en la estantería los libros por nombre de autor, como lo tenían pensado hacer desde hace casi un año. Se sintieron bien uno o dos días, pero al tercero de verse las caras 24 horas, o casi, comenzaron a reñir por cualquier cosa. Están pensando en pintar una de las habitaciones, pero no han encontrado una sola tienda de pintura abierta, quién sabe si será por el puente o por la alerta, me comentó Guadalupe la otra mañana que aprovechó una salida de su casa para traerme tamales calientitos de cariño.
María no es que esté feliz, pero al menos tiene novio. Así me dice cuando nos llamamos para preguntarnos mutuamente cómo vamos llevando el encierro al que nos obliga la gripa AH1N1. “Yo al menos tengo novio”, me dice con voz satisfecha y una risita cómplice. Ellos sí pueden besarse, acariciarse, abrazarse, pienso. En cambio los amigos y conocidos no podemos ni tocarnos. Para mí eso ha sido terrible, sobre todo porque se me olvida y cuando veo a alguien que estimo, me lanzo a saludarlo de abrazo y beso. Pero me ponen el freno. No me empujan, claro, se supone que no deben tocar a nadie. Pero dan un salto tremendo hacia atrás. Un salto que provoca susto. Y que duele. Un momento nada más, pero duele.
No se si es porque no he estado tan atenta de toda la información que dan los medios de comunicación, pero no recuerdo que hayan abordado con detalle las medidas de prevención, si es que las hay, que deben tomar los amantes. Nadie ha dicho que no hay que tener relaciones sexuales; o que quien las tenga no debe besarse o que si lo hace, mejor que usen tapabocas. Nadie ha dicho si los besos en el cuerpo contagian o no. O si las palabras veloces plagadas de risa están más expuestas al virus que las palabras tristes. Lo digo porque estos días la gente, la poca gente que anda por la calle de la ciudad de México, lleva la tristeza encima. O al menos así lo parece. No creo que sea por el tapabocas, la sonrisa se mira mejor en los ojos. Al menos los que nos quedamos en la ciudad, escuchamos las pisadas de una tristeza generalizada. Una tristeza sin fe, como la nostalgia.
En el edificio donde vivo, solamente hay una familia con niños. Son dos y están en esa edad en que la energía que desparraman podría llegar a incendiar a la ciudad entera. Sus padres, pobrecitos, ya no hallan qué hacer para entretenerlos. Los primeros días se preocupaban por las horas y horas que pasan frente al televisor. Entonces combinaban con videojuegos. Pero también eso les preocupa. Se inventaron juegos de mesa, serpientes y escaleras, dominó cubano que tarda más en acabar, ahorcados, de todo. Francamente los papás merecen la medalla a la paciencia. Pero aún así, todas las tardes, a eso de las 6:00 horas, comienza el estruendo. Alguno de los dos niños abre la función llorando, alguno de los dos padres gritando. Al final los niños no se escuchan. Seguramente estarán otra vez frente a la televisión o en los videojuegos, imagino. Y quedan los reclamos a gritos de la madre al padre o viceversa. Casi todas las tardes desde hace 10 días, la relación entre ellos se erosiona. Ojalá les sobre amor para mañana, cuando llegue el silencio.
A mí me ha tocado estar sola en casa. Decidí no salir de la ciudad y aprovechar para terminar de escribir lo que tengo pendiente. Y sí, el ambiente para ello ha sido propicio, pero no tanto como pensé. Me siento a escribir cada mañana con la decisión firme de atravesar el mundo que narra la escritura sin perderme. O perderme por completo para regresar con la verdad de una historia inventada. Y casi lo consigo. Pero siempre hay alguien, uno o dos amigos, mi hija, que llama desde otro país para preguntarme cómo va la emergencia; como mi soledad, el tejido del ambiente triste. Y yo lo agradezco. Como agradezco igual la insistencia de los amigos también solos, que me acaban convenciendo a diario de que todo el día en casa enferma más que el aire. Un tequila no te caerá mal, me dicen y pasamos parte de la tarde tomando tequila y hablando de la influenza hasta que nos cansamos de escuchar nuestras voces diciendo lo mismo. Cuando callamos sentimos cerca a la tristeza. Y ya no tanto por la soledad de las calles o el encierro. Sentimos la tristeza que desata la etiqueta que nos han colocado a los mexicanos en algunos países del mundo. La tristeza y la rabia de no poder sino dejar abierta la ventana, para que entre la sombra de los besos. Pero tal vez cuando todo esto acabe, habrá sobrado amor para darnos las gracias. Y abrazarnos sin miedo y darnos los besos que no podemos darnos y recibir con amor a los 70 mexicanos sometidos al encierro en China y aplastar a golpe de solidaridad, a todos los racistas del mundo.
María no es que esté feliz, pero al menos tiene novio. Así me dice cuando nos llamamos para preguntarnos mutuamente cómo vamos llevando el encierro al que nos obliga la gripa AH1N1. “Yo al menos tengo novio”, me dice con voz satisfecha y una risita cómplice. Ellos sí pueden besarse, acariciarse, abrazarse, pienso. En cambio los amigos y conocidos no podemos ni tocarnos. Para mí eso ha sido terrible, sobre todo porque se me olvida y cuando veo a alguien que estimo, me lanzo a saludarlo de abrazo y beso. Pero me ponen el freno. No me empujan, claro, se supone que no deben tocar a nadie. Pero dan un salto tremendo hacia atrás. Un salto que provoca susto. Y que duele. Un momento nada más, pero duele.
No se si es porque no he estado tan atenta de toda la información que dan los medios de comunicación, pero no recuerdo que hayan abordado con detalle las medidas de prevención, si es que las hay, que deben tomar los amantes. Nadie ha dicho que no hay que tener relaciones sexuales; o que quien las tenga no debe besarse o que si lo hace, mejor que usen tapabocas. Nadie ha dicho si los besos en el cuerpo contagian o no. O si las palabras veloces plagadas de risa están más expuestas al virus que las palabras tristes. Lo digo porque estos días la gente, la poca gente que anda por la calle de la ciudad de México, lleva la tristeza encima. O al menos así lo parece. No creo que sea por el tapabocas, la sonrisa se mira mejor en los ojos. Al menos los que nos quedamos en la ciudad, escuchamos las pisadas de una tristeza generalizada. Una tristeza sin fe, como la nostalgia.
En el edificio donde vivo, solamente hay una familia con niños. Son dos y están en esa edad en que la energía que desparraman podría llegar a incendiar a la ciudad entera. Sus padres, pobrecitos, ya no hallan qué hacer para entretenerlos. Los primeros días se preocupaban por las horas y horas que pasan frente al televisor. Entonces combinaban con videojuegos. Pero también eso les preocupa. Se inventaron juegos de mesa, serpientes y escaleras, dominó cubano que tarda más en acabar, ahorcados, de todo. Francamente los papás merecen la medalla a la paciencia. Pero aún así, todas las tardes, a eso de las 6:00 horas, comienza el estruendo. Alguno de los dos niños abre la función llorando, alguno de los dos padres gritando. Al final los niños no se escuchan. Seguramente estarán otra vez frente a la televisión o en los videojuegos, imagino. Y quedan los reclamos a gritos de la madre al padre o viceversa. Casi todas las tardes desde hace 10 días, la relación entre ellos se erosiona. Ojalá les sobre amor para mañana, cuando llegue el silencio.
A mí me ha tocado estar sola en casa. Decidí no salir de la ciudad y aprovechar para terminar de escribir lo que tengo pendiente. Y sí, el ambiente para ello ha sido propicio, pero no tanto como pensé. Me siento a escribir cada mañana con la decisión firme de atravesar el mundo que narra la escritura sin perderme. O perderme por completo para regresar con la verdad de una historia inventada. Y casi lo consigo. Pero siempre hay alguien, uno o dos amigos, mi hija, que llama desde otro país para preguntarme cómo va la emergencia; como mi soledad, el tejido del ambiente triste. Y yo lo agradezco. Como agradezco igual la insistencia de los amigos también solos, que me acaban convenciendo a diario de que todo el día en casa enferma más que el aire. Un tequila no te caerá mal, me dicen y pasamos parte de la tarde tomando tequila y hablando de la influenza hasta que nos cansamos de escuchar nuestras voces diciendo lo mismo. Cuando callamos sentimos cerca a la tristeza. Y ya no tanto por la soledad de las calles o el encierro. Sentimos la tristeza que desata la etiqueta que nos han colocado a los mexicanos en algunos países del mundo. La tristeza y la rabia de no poder sino dejar abierta la ventana, para que entre la sombra de los besos. Pero tal vez cuando todo esto acabe, habrá sobrado amor para darnos las gracias. Y abrazarnos sin miedo y darnos los besos que no podemos darnos y recibir con amor a los 70 mexicanos sometidos al encierro en China y aplastar a golpe de solidaridad, a todos los racistas del mundo.
1 comentario:
Muy bueno Sra. Marìa....
Saludos y hasta pronto,
Memo Sànchez G. de Tijuana
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